Nos reunimos en torno al altar de Jesucristo para celebrar la eucaristía, el misterio pascual de Cristo, en sufragio por el alma del papa emérito Benedicto XVI que ha sido llamado por Dios a su presencia. Su fe y su vida santa nos permiten pensar que, no solo se ha encontrado con el juez definitivo de su vida, sino con el amigo y hermano que le ha ayudado a atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte. Sus últimas palabras —«Jesús, te amo»— constituyen una hermosa profesión de fe e íntima declaración de un amor trasparente y absoluto a la persona de Cristo que ha sostenido su vida entera y su ministerio. ¿Cómo no recordar las palabras de Pedro en su triple confesión de amor: «Tú sabes que te amo»? La iglesia, todos nosotros, tenemos la certeza de que Benedicto XVI ha amado a Jesús con la generosidad y alegría de los santos. Hoy damos gracias a Dios por su vida y, confiados en la divina misericordia, rogamos por él para que contemple al Dios cara a cara, cuya inmensidad y belleza siempre le sobrecogieron, interpelaron e inspiraron páginas antológicas.
Al ser elegido para la sede de Pedro, se definió a sí mismo como «un sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor». Desde su ordenación sacerdotal hasta su muerte ha dado ejemplo de trabajador incansable al servicio de la iglesia. En las diversas tareas que ha realizado, como teólogo y profesor, perito del Concilio, escritor prolífico, arzobispo de Múnich y Frisingia, prefecto del Dicasterio de la fe y Vicario de Cristo, Benedicto XVI ha convertido su trabajo en una elocuente liturgia de alabanza a Dios. Educado en una familia del sólido catolicismo de su querida Baviera, seducido por la belleza de la casa de Dios, y en especial por la liturgia, se consagró desde su juventud al estudio de la Escritura, que ha sido para él —como ha dicho en repetidas ocasiones— la fuente inagotable e inspiradora de su investigación en los diversos campos de la teología. Su última y querida obra sobre Jesús de Nazaret muestra hasta qué punto su pasión por Cristo corría parejo con el atractivo que la Palabra de Dios ejercía sobre él. En cierto sentido, esta obra revela dónde tenía su corazón el Papa Ratzinger: en la persona de Cristo que colmaba todos sus anhelos y cuyo señorío, como Hijo de Dios y personaje histórico, defendió con vigor y claridad en la decisiva instrucción Dominus Iesus.
La elección a la sede de Pedro, como sucesor de san Juan Pablo II, con quien compartió estrechamente el gobierno de la Iglesia, culminaba, no una carrera eclesiástica al estilo mundano, sino la carrera de la fe por la que luchó denodadamente con su investigación científica y desde su magisterio episcopal y papal. La fe era su obsesión de pastor, título éste que reivindicaba para sí mismo cuando se le preguntaba cómo se veía: «Yo diría —dice en sus últimas conversaciones— que he intentado ser ante todo un pastor. A ello le es inherente, por supuesto, el apasionado trato con la palabra de Dios, o sea, con lo que un profesor de teología debe hacer. Y a eso se añade el dar testimonio de la fe, el confesar la fe, el ser —en este sentido— un “confesor”. Los términos professor y confessor son filológicamente casi sinónimos, aunque la tarea va más en la línea de la confesión» (Últimas conversaciones, 285-286).
Benedicto XVI ha confesado la fe, la ha defendido con valentía, la ha proclamado con autoridad y competencia, la ha vivido en primera persona como vocación en su búsqueda de la verdad con mayúscula que ilumina todos los aspectos de la vida ordinaria. El binomio fe y verdad, como el de fe y razón, o simplificando más, el de Dios y hombre, le ha conducido, guiado por la providencia divina, a lanzar el reto intelectual más urgente de nuestro tiempo: mostrar que la razón no se basta a sí misma si prescinde de la «purificación» que es tarea propia de la fe y de la misión de la Iglesia. «La Iglesia tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables» (cf. Deus charitas est 28).
El esfuerzo intelectual y pastoral realizado por Benedicto XVI en este tiempo de la postmodernidad ha sido gigantesco. Su interés, como pastor de la iglesia universal, nacía del amor al hombre creado a imagen y semejanza de Dios (como enseña en su primera encíclica Deus charitas est) y de su profunda convicción de que la fe y la razón se hermanan siempre que el hombre se pregunta por la verdad de sí mismo y del cosmos, que culminan, en último término, en la pregunta sobre Dios. En estrecha colaboración con san Juan Pablo II ha planteado, con la competencia del teólogo y la convicción del creyente, que quien busca con sinceridad la verdad, busca a Dios y lo encuentra. Se explica, por tanto, que desde el inicio de su pontificado, Dios y la verdad ocuparan el centro de su magisterio. Las encíclicas sobre las virtudes cardinales son el signo más elocuente de que situar a Dios en el centro del debate intelectual es el mejor servicio que puede hacerse al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y llamado, por tanto, a reflejar en sí mismo su condición divina. Y, siendo un servicio al hombre, es también servicio a la sociedad.
De diferentes maneras y en diversos ámbitos —eclesiales, políticos, universitarios y sociales—, Benedicto XVI, en cuanto cooperador de la Verdad y Vicario de Cristo, no ha cesado en su vocación de sentirse portador de la verdad que salva. Una verdad que ha sabido proponer sin imposiciones, en la apertura al debate intelectual, en el respeto a posiciones distintas a la de la fe católica, y en la humildad que define a quien se siente portador, y no dueño, de la verdad que le precede y le sustenta. Esto sólo puede hacerse desde la humildad propia del profeta y con la sabiduría del «maestro» que, en la línea de los Santos Padres y doctores de la iglesia, se sabe sometido, en la fe y en la adoración, a quien ha sido enviado para trasmitir el logos de Dios que nos conduce a él. ¡Qué bien podemos aplicar al Papa Benedicto las palabras del profeta Daniel!: «Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad» (Dn 12,3).
Como todos los papas, también Benedicto ha gustado el cáliz de Cristo. El ministerio de Pedro no le ha ahorrado al papa Benedicto lo que es inherente a él: Ser testigo de la pasión de Cristo y convertirse en modelo del rebaño por las virtudes propias del Hijo de Dios, que hemos visto reflejadas en su persona. Su abandono a la Providencia, su convicción de que Dios guía a la iglesia, las decisiones tomadas para purificar a la iglesia en sus ministros y en sus miembros, y su renuncia a la sede de Pedro al reconocerse incapaz para el gobierno, solo se explican desde su convicción de que la Iglesia solo tiene un Señor, a quien todos los demás, también el Papa, servimos. El rebaño, dice la primera carta de Pedro, es de Dios que lo pone a nuestro cargo. Pero la primacía de Dios es absoluta, y solo quien lo entiende puede gobernar como siervo y no como déspota. Aquí estriba el fundamento de la santidad y heroicidad de las virtudes que, sin prejuzgar el juicio de la iglesia, podemos decir que hemos visto en Benedicto XVI. Así lo ha reconocido públicamente el papa Francisco.
En su testamento espiritual nos ha dejado un mensaje sencillo y claro que proviene de las cartas apostólicas y del mismo Señor Jesús: «Lo digo ahora a todos los que en la Iglesia han sido confiados a mi servicio. ¡Manténganse firmes en la fe! ¡No se dejen confundir! […] Jesucristo es verdaderamente el Camino, la Verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo». Jesús encomendó a Pedro confirmar a sus hermanos en la fe. Esto es lo propio del sucesor de Pedro, lo carismático de su servicio a Cristo como Vicario suyo. Es un carisma que solo puede entenderse, como el resto de los carismas, desde la caridad, el amor a Dios y a los hombres. Cuando Jesús resucitado, junto al mar de Galilea, pregunta por tres veces sucesivas a Pedro si le ama, lo hace para que entienda que su oficio de gobernar la iglesia, de confirmar a sus hermanos en la verdadera fe, sólo podrá realizarlo desde el amor a su persona, ese amor que el Papa Benedicto profesó en su «Jesús, te quiero» antes de morir. Ahora, pedimos a Dios que quien fue elegido para ser testigo de la pasión de Cristo participe de la gloria que se le habrá revelado, cruzado el umbral de la muerte, y reciba la corona inmarcesible que Dios reserva a los santos pastores.
Amado papa Benedicto. Del mismo modo que tú has dado gracias a cuantos te han ayudado a peregrinar hacia Dios, nosotros le damos gracias por ti, porque a través de la belleza y esplendor de la verdad has iluminado a la iglesia y nos has guiado siempre hacia Cristo, el Buen Pastor. A este Cristo, a quien tú llamas hermano y amigo, te confiamos como un fruto de la viña del Señor en la que has trabajado humildemente, con la gozosa certeza de que, como el grano de trigo que se sepulta en la tierra, dará abundante cosecha de vida eterna. Que la Virgen María, Reina de todos los santos, a quien amaste con ternura desde niño, te acoja en la gloria y te presente limpio de toda mancha a quien vive para siempre, Jesucristo, el Señor. Amén.
Segovia, 4 de enero de 2023