La reciente Instrucción de la Santa Sede sobre la cremación de los cadáveres y el respeto que merecen sus cenizas nos ha llegado en vísperas del mes de Noviembre, dedicado a la oración por los fieles difuntos. La visita a los cementerios para recordar a quienes ya partieron, poner flores en sus tumbas y rezar por ellos es un gesto de fe en la resurrección de la carne al fin de los tiempos, cuando Cristo retorne como juez. Visitamos los cementerios porque allí reposan - o duermen, como indica la palabra cementerio (dormitorio) - los restos de nuestros seres queridos, y donde un día reposarán también los nuestros.

 La Instrucción, cuyo título es Ad resurgendum cum Christo (para resucitar con Cristo), sale al paso de ciertas prácticas, cada más frecuentes, como la de conservar las cenizas en el propio hogar, echarlas por aire, mar o tierra, e incluso convertirlas en piezas de adorno corporal. Quien lea detenidamente la breve instrucción descubrirá que la Iglesia quiere recuperar el carácter sagrado del cuerpo, que, aun después de la muerte, sigue siendo parte de la persona. En la antropología cristiana el cuerpo es parte integrante de la persona, llamado a resucitar. Basta asistir a las exequias cristianas para descubrir el respeto sagrado con que se tratan los restos mortales de un cristiano, que ha sido ungido en el bautismo con el santo crisma convirtiéndose en miembro de Cristo y de la Iglesia. Por eso, la Iglesia, desde sus inicios, ha tratado el cuerpo de los difuntos con sumo respeto y veneración, especialmente en el caso de los mártires y santos. Esta costumbre se remonta al trato que tuvo el cuerpo muerto de Cristo, que fue ungido para la sepultura y depositado en el sepulcro. El cuerpo de Cristo no fue un accidente pasajero en su existencia humana, sino parte del Hijo de Dios encarnado que resucitó, con su propio cuerpo, en la mañana del domingo.

El cuerpo del hombre, decíamos, es parte esencial de la persona. Se explica, así, que sea tratado con el máximo respeto y depositado, aunque sean cenizas, en un lugar santo donde acudir para su recuerdo y oración. Así lo ha entendido desde siempre la fe cristiana, que permite por supuesto la cremación, aunque recomiende la inhumación del cadáver, por ser más conforme a la sepultura de Cristo y al hecho de entregar el cuerpo a la tierra de donde fue tomado.

La sepultura, tanto del cadáver como de sus cenizas, recuerda a los familiares y a la Iglesia que la vida del hombre no termina en la tumba. Aunque, después de morir, el alma -que es inmortal- alcanza su destino último, el cuerpo humano, que ha vivido en estrecha comunión con el alma, espera el momento de resucitar según la imagen del cuerpo de Cristo resucitado. La Iglesia afirma que resucitaremos con Él y como Él, y lo que enterramos en debilidad y corrupción resurgirá en fortaleza e incorrupción. El evangelio del primer domingo de Noviembre afirma que Dios, «no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos». Esta es la razón última, bíblica y teológica, para tratar los restos de quienes han muerto como propiedad del Dios Creador, quien, según la Escritura, no es autor de la muerte. Gracias al cuerpo que, unido al alma inmortal, recibimos al inicio de nuestra vida, hemos hecho todo lo que constituye nuestra existencia temporal. Los restos mortales, aun convertidos en cenizas, siguen siendo parte de lo que somos y seremos en la resurrección. Bien lo entendió Francisco de Quevedo en su soneto amor constante más allá de la muerte, que termina con estos dos versos magistrales:

«serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado».

+ César Franco

Obispo de Segovia

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