Saltó de alegría Cuando quedan tan sólo cuatro días para la celebración del nacimiento de Cristo, la Iglesia, con magistral sabiduría, lee en este cuarto domingo de Adviento la vista de María a Isabel como texto evangélico. Es un pasaje lleno de conmoción espiritual, de entrañable ternura y de confesión de fe sobre el personaje que ocupa el centro de la escena, pero que nada dice: el Verbo encarnado. Sólo su presencia justifica todo lo que sucede en este encuentro de gracia. Dice san Lucas, que María «se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá, entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». Para el lector que sólo escucha esto, nada hay de misterioso en este relato de un viaje desde Galilea a Judea. Pero, momentos antes, el evangelista ha narrado el anuncio del ángel a María y el misterio de la concepción del Hijo de Dios en su seno de virgen. Como señal de que el anuncio es verdadero, el ángel informa a María de que su pariente Isabel, que era estéril, está ya en el sexto mes de embarazo por benevolencia divina. María, lejos de ensimismarse en sí misma y meditar lo que acaba de suceder en ella, «se puso en camino y fue aprisa a la montaña, entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». Entre los judíos el saludo consistía en desearse la paz, como hizo Jesús con sus apóstoles, después de resucitar. La paz era el conjunto de los dones mesiánicos, el signo de la presencia del Mesías. Podemos suponer que éste fue el saludo de María. Apenas oyó Isabel el saludo de María, «saltó la criatura en su vientre y se llenó Isabel del Espíritu Santo». Este salto de Juan es un signo precioso de lo que está sucediendo entre las dos madres. María porta en su seno al Hijo de Dios, y con su saludo, saluda también el Hijo, que hace saltar a Juan de júbilo. Isabel, al escuchar esas palabras, prorrumpe en alabanza y, llena del Espíritu, hace una hermosa confesión de fe afirmando que tiene delante a «la madre de mi Señor». Por eso el hijo de sus entrañas ha saltado de gozo. Afirma también que María es bendita porque ha creído y bendito el fruto de su vientre. Y se pregunta humildemente: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?», frase que da sentido todo el relato. Esta escena se ha llamado la Visitación. Ciertamente, de María a Isabel. Pero también, del Señor a su pueblo, concentrado ahora en las venerables figuras de Zacarías e Isabel, que son el resto fiel de Israel que espera las promesas, los eslabones que unen el Antiguo Testamento al Nuevo. Son los pobres – no había pobreza más humillante que la esterilidad – que llegan a ser fecundos, los que ya nada esperaban y son enriquecidos con la visita de Dios. Salta Juan en el seno de Isabel, como queriendo comenzar ya su oficio de precursor, que le llevará al desierto a preparar un camino al Señor, que trae la alegría de la salvación. Este salto de Juan es el santo de toda la humanidad, y de la tierra entera, porque, como había dicho su padre Zacarías, «por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto». Oculto en el seno virgen de María el «sol de lo alto» ha comenzado a brillar, ha iluminado la vida de Zacarías e Isabel, de María y José. Y su salvación comienza a surtir efectos. El protagonista de la escena está escondido, pero todo viene de él y por él. María se ha convertido en la primera «cristófora», portadora de Cristo, a cuyo paso la salvación se hace presente. No olvidemos que este nombre, «cristóforo», se dio a los cristianos porque eran portadores de Cristo. Si vive su fe, en cada cristiano acontece la visita de Cristo a los hombres, que les permitirá saltar de gozo como Juan Bautista al percibir cercana la salvación. + César FrancoObispo de Segovia