El evangelio de este último domingo de Adviento es posiblemente uno de los más entrañables que contienen los cuatro evangelios. Está cargado de simbolismo, ternura y enseñanza. Describe la esencia del evangelio: la salvación en acto. Dos mujeres que se saludan y abrazan. Las dos están encinta de forma milagrosa. Dios las ha mirado con benevolencia y compasión. A Isabel, porque, siendo anciana como su marido, le quita la deshonra bíblica de la esterilidad. Será madre en la vejez. A María, porque, mediante la acción del Espíritu, ha concebido al Hijo de Dios y Mesías de Israel. El mayor orgullo que podía soñar una mujer israelita. Isabel será la madre del Precursor; María, la madre del Esperado de las naciones. La escena trascurre en las montañas de Ein Karem, cuando María llega a casa de su pariente para ayudarle en su tiempo de preñez. María sabe, por el anuncio del ángel, que Isabel espera un hijo. Isabel no sabe nada de lo sucedido en María. Pero cuando María la saluda, el hijo de Isabel salta en su seno, y ésta, llena del Espíritu Santo, dice la alabanza mariana que repetirán todas las generaciones. «¡Bendita tú en las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!». Se le revela el misterio que ha sucedido en María y bendice con júbilo a ella y a su hijo. Y añade algo que da la clave de la trascendencia de esta alegría: «¿Quién soy yo para que me viste la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre» (Lc 1,42-44). El título que Isabel da a María —madre de mi Señor— indica que ha recibido la revelación de que el hijo de María es el Mesías. Por eso salta de júbilo el Precursor, símbolo de un pueblo profético que esperaba el momento en que el Mesías se hiciera presente. Parece como si al saludo de las madres corresponde el de los hijos, que, en su ocultamiento, hacen notar su presencia. ¡Qué bien lo dijo Lope de Vega!: «Juan resplandece este día en el vientre de Isabel; que Cristo es sol, y da en él por el cristal de María. Suma gloria y alegría siente en el pecho Isabel; que Cristo es sol y da en él por el cristal de María». La ternura de la escena revela, como decía, la esencia del evangelio: Dios ha visitado a su pueblo. Viene a salvarlo. Lo visita inesperadamente y de modo inmerecido. Isabel no se siente digna de que la madre del Mesías la visite. Su gozo es indecible al conocer que el Señor habita ya en el seno de María. Como último eslabón del Antiguo Testamento, saluda y abraza a quien trae la noticia del Nuevo: la Madre del Señor. Y se deshace en elogios de su fe: «Bienaventurada la que ha creído porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá». Deberíamos recuperar el asombro de Isabel, nosotros los que esperamos el inmediato nacimiento de Cristo. A fuerza de repetir que Dios se ha hecho carne y ha puesto su morada entre nosotros, nos hemos acostumbrado a una noticia, siempre nueva y sorprendente. Llaman a nuestra puerta, nos anuncian la venida de Dios y pensamos que nos la merecemos, pues ni siquiera nos asombra. ¿Quién soy yo, quiénes somos nosotros para que nos visite Dios? Esta es la pregunta que debemos hacernos para recuperar la alegría de la salvación que nos llega. Porque todos nosotros, sin esta visita, seguiríamos siendo unos pobres condenados a muerte. Abramos las puertas al Mesías, saltemos de gozo ante una visita que, aunque se produzca con la rutina de año tras año, siempre será inmerecida. + César Franco Obispo de Segovia