Secretariado de Medios

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NOMBRAMIENTO VG

 El vicario general de la Diócesis, D. Ángel Galindo García, ha sido nombrado capellán de Su Santidad, título honorífico que se confiere por una especial concesión de la Santa Sede a los presbíteros. Reconocimiento que se concede a petición del Obispo de la Diócesis para sacerdotes considerados dignos, y es el único honorífico que sigue vigente tras la abolición de este tipo de reconocimientos por el Papa Francisco en 2014.

            En virtud de este nombramiento, don Ángel Galindo ostenta el título de Reverendo Monseñor, y podrá ser distinguido de otros sacerdotes por sus vestiduras. Así, el vicario general tendrá como vestimenta coral y como traje de diario la sotana negra con ojales, botones, bordes y forro de color morado, y banda de seda morada.

            Cabe destacar que este rango no expira, aunque requiere renovación tras la muerte del Papa que otorgó el título.

Hay milagros de Jesús que dicen mucho más de lo que sugiere una primera lectura. Hoy leemos el Evangelio de san Lucas sobre la curación de los diez leprosos. Yendo de camino entre Samaría y Galilea, antes de entrar en una aldea, diez leprosos, guardando la distancia exigida por la ley, suplican con gritos a Jesús para que los cure. Jesús no se acerca a ellos, como en otra ocasión, sino que les ordena que vayan a los sacerdotes, que tenían la autoridad para confirmar la curación. Ellos obedecen y, cuando iban de camino, sucedió el milagro: estaban limpios. Al darse cuenta, uno de ellos se vuelve hacia Jesús alabando a Dios, se postra a sus pies rostro en tierra y le da gracias. san Lucas añade: «este era un samaritano».

            Este pequeño añadido sobre la condición samaritana del leproso curado tiene una clara intención. Sugiere claramente que los otros eran judíos y ninguno de ellos volvió a dar gracias. San Lucas es el evangelista del universalismo de la salvación, como lo muestra la segunda parte de su obra que es el libro de los Hechos de los Apóstoles. Si se sigue el hilo del relato, la salvación que acontece en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo, se extiende, mediante los viajes de Pablo por la cuenca del Mediterráneo hasta llegar a Roma, centro del imperio. Que el leproso, que retorna sobre sus pasos y se postra ante Jesús, le agradezca el milagro, subraya que también los paganos —Samaría era ciudad de paganos— acogen y agradecen la compasión de Jesús. Como en la parábola del buen samaritano, este leproso adora a Jesús, como indica el verbo griego utilizado por san Lucas.

            Pero hay algo más que hace de este samaritano un modelo de creyente. Cuando Jesús lo alaba por haberse postrado para dar gracias, dice estas palabras: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero? Y le dijo: levántate, vete; tu fe te ha salvado» (Lc 17,18-19). Lucas distingue entre curación y salvación. Jesús cura a los diez, pero solo del samaritano dice que se ha salvado por la fe. Le extraña que, habiendo sido curados todos, solo uno —extranjero y samaritano— alabe a Dios y retorne a Jesús para darle gracias. Sin decirlo explícitamente, está describiendo el proceso de la fe, que se ha realizado en el samaritano. En él, el milagro ha sido eficaz, no solo porque se ha curado, sino porque ha reconocido en Jesús a quien le ha dado tal gracia. Al alabar a un extranjero samaritano, está censurando la actitud de los judíos que, teniendo fe en el verdadero Dios, no le agradecen sus dones. Muchos vieron los milagros de Jesús y fueron beneficiados por él, pero no todos creyeron en él, porque no se abrieron a la gratitud que provoca la acogida del milagro. El samaritano, que no creía en Jesús antes de ser curado, se salva por la fe que provoca en él la curación y entiende que tal gesto sólo puede venir del Salvador del hombre.

            Durante su ministerio, Jesús advierte en muchas ocasiones a los judíos que vendrán los paganos y se sentarán en la mesa del Reino de los cielos, mientras que ellos pueden perderlo. Leyendo este Evangelio desde la perspectiva actual, es una advertencia para los que, habiendo sido sanados por Cristo del pecado —que es más que la enfermedad de la lepra— no agradecemos el don que nos ha hecho, lo cual indica la debilidad o carencia de nuestra fe. Nos hemos acostumbrado tanto a la salvación recibida de modo tan gratuito, que nos parece que vale poco; quizás por eso, nuestra gratitud es tan raquítica. ¿No bastaría solo este dato —¡Cristo me ha redimido! —para vivir en una constante y gozosa acción de gracias? ¿No nos sorprendemos cuando un recién convertido a la fe nos da lecciones de entrega a Dios, de alabanza y de gratitud?

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Martes, 04 Octubre 2022 10:04

REVISTA DIOCESANA OCTUBRE 2022

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Siempre me han sorprendido las palabras de Jesús sobre la fe que leemos en el Evangelio de este domingo. Cuando sus discípulos le piden que les aumente la fe, Jesús dice: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería» (Lc 17,6). Un grano de mostaza es una pizca en la palma de la mano. Apenas se ve. ¿Tan poca fe tenían los discípulos —me pregunto— que no alcanzaban lo que pedían? La hipérbole es legítima, desde luego, pero ¿hasta este extremo? ¿No tenían la fe de un grano de mostaza?

            Quizás la clave de este dilema esté en lo que entendemos por fe. Quienes recitamos el Credo en la misa o en la oración personal tenemos fe, y fe verdadera. Quienes recibimos los sacramentos de la Iglesia, lo hacemos con fe. Sin embargo, la fe no es solo el contenido de los dogmas ni la convicción de que en los sacramentos recibimos la gracia de Dios. La fe es también la actitud del corazón que se fía plenamente de Dios y se adhiere a su voluntad con la certeza de que Dios no defrauda nunca. Es la total confianza en su poder y magnanimidad.

En el Evangelio hay ejemplos de fe tan luminosos que hasta sorprenden a Jesús. La mujer hemorroísa que se abre paso entre la gente para tocar tan solo el manto de Jesús y, al hacerlo, quedó curada. El centurión que pide la curación de su criado y, cuando Jesús se dispone a acompañarlo hasta su casa, aquel le dice que no es necesario, pues una sola palabra de Jesús basta para sanarlo. O la mujer fenicia de Siria, que acepta imperturbable las palabras de Jesús, de apariencia despectiva, cuando le dice que el pan de los hijos no se puede echar a los perrillos, para responderle con serena firmeza que también los perrillos se comen las migajas que caen de la mesa de los hijos. «Mujer, qué grande es tu fe —afirma Jesús—, que se cumpla lo que deseas» (Mt 15,28).

            Quizás este último ejemplo nos ayuda a entender la razón por la que nuestra fe no llega al tamaño de un grano de mostaza. Esta mujer estaba convencida de que su plegaria tenía que ser escuchada. Estaba segura del poder de Cristo, aun siendo una pagana, para darle lo que solicitaba. Y aceptó con sencillez la humillación que suponían las palabras de Jesús al distinguir entre los hijos y los perrillos, es decir, entre los hijos de Israel y los paganos, que recibían tal calificativo. No se rindió ni se echó atrás en su demanda. Más aún, con cierta osadía —la fe, cuando es verdadera, es osada— pide con insistencia. Y, como dice Jesús, la fe se hace eficaz en la realización del milagro: que se cumpla lo que deseas.

            El hecho de que esta mujer sea pagana, como pagano era el centurión que pide la curación de su criado, también es significativo para entender que la fe, además de su aspecto cognoscitivo, tiene otro que podemos llamar cordial, porque tiene su sede en los afectos del corazón. Ni el centurión ni la mujer fenicia compartían la fe de Israel. Sin embargo, como afirma Jesús del centurión, ni en Israel había encontrado tanta fe. Es posible que los cristianos nos hemos acostumbrado a pensar que, por el hecho de serlo, merecemos que Dios nos atienda y nos conceda sin más lo que pedimos. Pero nuestra fe no tiene el tamaño de un grano de mostaza cuando nos falta perseverancia, insistencia, osadía en la petición. Creemos, sí, en las verdades de la fe, pero estas no llegan a echar raíces en el corazón y moverlo con la certeza de que el Señor puede realmente darnos lo que pedimos. Es entonces cuando debemos recordar que «el justo vive de la fe», una fe viva, confiada, segura del poder de Cristo. Es esta fe arraigada en el corazón la que debemos pedir como los discípulos: «Auméntanos la fe».

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El joven seminarista Alberto Janusz Kasprzykowski Esteban será instituido Acólito y Lector el próximo domingo 2 de octubre. La iglesia de San Juan Bautista de Carbonero el Mayor —donde Alberto Janusz colabora— acogerá la celebración a las 12.30 horas, presidida por el Obispo de Segovia, Mons. César Franco.

            Durante el ritual de institución, el seminarista recibirá de manos de don César el libro de la Sagrada Escritura y la patena con el pan (o bien el cáliz con el vino) como símbolos de los Ministerios que va a recibir. Alberto, que afronta el quinto y último curso de su formación en el Teologado de Ávila, en la Universidad Pontificia de Salamanca, continúa de esta manera su camino hacia la Ordenación Sacerdotal después de que el pasado mes de noviembre fuera admitido a las Sagradas Órdenes.

El sacerdote segoviano Ángel García Rivilla ha sido distinguido con el galardón Alter Christus en la categoría de «Atención al Clero y a la Vida Consagrada». Un reconocimiento a más de dos décadas dedicado a trabajar codo a codo con los sacerdotes que han ido desarrollando su labor pastoral en la Diócesis. También al final de su etapa laboral, puesto que como director de la Casa Sacerdotal, los acompaña una vez llegado el momento de la jubilación.

            García Rivilla es licenciado en Teología por la Universidad Gregoriana, y licenciado en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma. Desde que recibiera la Ordenación Sacerdotal en 1970, ha desarrollado una extensa labor pastoral en la Diócesis de Segovia: desde el desempeño de labores de párroco, hasta las de profesor en la Escuela de Magisterio de la Universidad de Valladolid o las de rector del Seminario diocesano. Asimismo, durante su larga trayectoria sacerdotal ha sido el encargado de preparar y acompañar las peregrinaciones a Tierra Santa.

Actualmente compagina el servicio como Vicario para el Clero con su papel como director de la Casa Sacerdotal y Deán de la S.I. Catedral.

La entrega de estos premios, que celebran su IX edición, tendrá lugar el próximo lunes 17 de octubre a las 19 horas en la Universidad Francisco de Vitoria. Podrá seguirse en directo a través del canal de YouTube de RC España y en redes sociales con el hashtag #GalardonesAlterChristus.

Madre y Señora Nuestra de la Fuencisla:

¡Qué cortos se nos han hecho estos días de tu novena en la Catedral! Cortos, pero muy intensos. Los segovianos, presididos por tu venerada imagen, te han mostrado su fe y devoción después de estos años de pandemia.
Has acrecentado nuestra alegría y nuestra esperanza. Al bajar a tu santuario, sabemos que te llevas nuestras plegarias y peticiones, sufrimientos, gozos y proyectos. Sabemos que no nos dejas solos, pues tu maternidad es universal y alcanza a cada rincón de nuestra ciudad y tierra. Tu conoces nuestras necesidades.

Preséntalas ante tu hijo y danos el remedio necesario. Remedio para las familias en esta situación económica tan crítica. Alivia, señora, el peso de tantos hogares pobres y con escasos recursos. Que cese la violencia y la guerra en Ucrania y en tantos países donde reina el poder de las armas. Que se convierta el corazón de quienes siembran la destrucción y la muerte. Haz, señora, que cesen todo tipo de ideologías y de sistemas políticos que atentan contra la condición humana, los derechos de las personas, especialmente de las mujeres y de los niños que sufren maltrato y explotación de diversas índoles. Que la justicia y la paz que ha traído tu hijo sea como el agua que mana de tu fuente sagrada, como la miel de tus panales, que rezuma ternura, compasión, misericordia y afecto de madre.

En tus manos, Madre, ponemos la vida de aquellos que pueden perderla por la injusticia de los hombres. La vida al comienzo y al final de la existencia, la vida de los que pasan hambre y de los que padecen la violencia de los totalitarismos, la vida de los perseguidos por la fe y por la justicia, la vida de los amenazados por defender la libertad de conciencia y de expresión. En esta Jornada mundial de los migrantes y refugiados, te pedimos, Señora, como desea el Papa que sepamos construir el futuro con ellos y crezcamos en humanidad y en compromiso espiritual. Que los países se abran a la solidaridad universal que nos hace hermanos unos de otros solo por el hecho del acto creador de Dios. Que nadie muera por tener que dejar su país; que nadie levante la mano contra un semejante que reclama sus derechos. Que sepamos luchar contra cualquier tipo de sectarismo religioso, social y político, que pone en peligro la paz y la concordia entre los pueblos. Tú, Señora, que huiste a Egipto por salvar a tu Hijo de la muerte, no permitas el sufrimiento de tantas madres, padres, familias que ven peligrar la vida de sus hijos. Defiéndelos y frena con tu intercesión el odio de los que buscan la muerte. 

Aquí, estamos, Señora, los que te veneramos por patrona. Mira a nuestra ciudad y tierra, mira a los hijos de la Iglesia, que ponen en ti sus anhelos y esperanzas. Mira a los mayores y a los jóvenes. Bendice a las familias, a los sacerdotes, a los monasterios y comunidades de vida consagrada. Ilumina a nuestros gobernantes, dales sabiduría y espíritu de concordia para superar peligrosos antagonismos y trabajen todos en la búsqueda del bien común, del auténtico progreso de este pueblo. Gracias por tu presencia materna y pacificadora. Te decimos hasta luego, hasta mañana, porque la cercanía de tu casa nos invita a visitarte, a dejarnos mirar por esos ojos que nos abren el horizonte de Dios, el azul eterno de la vida sin fin, donde tú vives gloriosa con Tu Hijo.

Virgen de la Fuencisla, patrona venerada, bendice a tu pueblo. Protégenos.

Palabras de Monseñor César Franco, +Obispo de Segovia, en la despedida oficial a Nuestra Señora de la Fuencisla tras el novenario en su honor en la S.I. Catedral.

 

 

 

 

Jesús se rodeó durante su ministerio del grupo de los Doce Apóstoles y de un grupo de mujeres que le ayudaban incluso con sus bienes. Algunas habían sido sanadas por él de diversos males y otras pertenecían a las clases altas de la sociedad como Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes. La tradición ortodoxa honra como santa a la mujer de Pilato, Claudia Prócula. El aprecio de Jesús a las mujeres está fuera de toda discusión como indica la elección de María Magdalena como primer testigo de su resurrección. Este grupo de mujeres aparece en la cercanía del Gólgota viendo la muerte de Jesús. A ellas se apareció Jesús cuando regresaban del sepulcro vacío. Tampoco sería extraño que Jesús contara también con mujeres simpatizantes entre las esposas de los miembros del Sanedrín —como Nicodemo y José de Arimatea— que defendieron a Jesús y le honraron en la sepultura.

Que María, la madre de Jesús, participó en las actividades de Jesús y ocupaba un puesto importante en el grupo de mujeres, es de lógica elemental. Al pie de la cruz aparece con otras mujeres y en Pentecostés está presente junto a los apóstoles. El papel de María en la tradición sobre Jesús, recogida en los evangelios de Lucas, Mateo y Juan, indica que fue más que la madre física de Jesús. Digamos que fue la mujer.

No es extraño que su propio hijo la llame, en Caná y en el Calvario, «mujer», lo que ha extrañado a numerosos estudiosos. Francisco de Quevedo decía que Jesús, al utilizar esta palabra, pronunciaba «sacramentos»; es decir, misterios. Se refería a ella como la mujer por excelencia, anunciada por los profetas, que, en contraste con Eva, sería madre de todos los creyentes representados en Juan. Ampliaba a todos los hombres, por decirlo así, su vocación de madre, sin restringirla solo a Jesús.

Desde entonces, María es presentada como icono de toda la Iglesia, que personifica lo que H. de Lubac llama «el eterno femenino». Esta dimensión femenina de la iglesia y su realización en María está explicada en la carta apostólica de san Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, que, a juicio de la escritora italiana Maria Antonietta Macciocchi, constituye «un texto pasmoso» por su rigor intelectual y porque constituye una contribución del magisterio de la iglesia a la emergencia, en aquel momento, de un neofeminismo de inspiración ecuménica y cristiana que sitúa a María en el centro de la reflexión antropológica y teológica y la proyecta sobre el debate de lo femenino, entendido no en oposición ni como deconstrucción de lo masculino, sino en la alteridad sustancial del acto creador de Dios. El Papa Wojtyla no pretendió sacar a María del ámbito sacro de la revelación, donde tiene su contexto ineludible, sino proyectarla sobre la sociedad para desvelar que entre lo sagrado y lo profano, entendiendo por profano lo puramente secular, no hay frontera ni oposición. María, la mujer, tiene mucho que aportar al auténtico feminismo porque representa, según Mulieris dignitatis, el «genio femenino» que a lo largo de la historia ha tenido sus manifestaciones en todos los pueblos y naciones.

En la fiesta de la Fuencisla conviene recordar que la devoción a María, además de lo propio de la fe cristiana, expresa también que el pueblo descubre en ella a la «mujer» que traspasa las fronteras de la mera devoción al recibir de su Hijo en la cruz un título que puede ser acogido como la clave para entender, sin restricciones ni prejuicios, el proyecto inicial del Creador sobre la humanidad.

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En estos últimos meses se han publicado algunas cartas abiertas dirigidas al Obispo sobre el asunto del traslado del párroco de Aguilafuente. Dado que el contenido de dichas cartas ha podido crear confusión entre los fieles, y pasado un tiempo prudencial para la reflexión, nos parece necesario hacer públicas las siguientes aclaraciones.

El nombramiento de los sacerdotes es responsabilidad exclusiva del Obispo quien, asesorado por el Consejo Episcopal y en diálogo con los afectados, les expone las razones del nombramiento, traslado o cese. Así se ha hecho este año con todos los sacerdotes que han sido trasladados de sus parroquias, incluido el párroco de Aguilafuente, con quien se han tenido al menos tres conversaciones: dos con uno de los vicarios episcopales y una con el propio Obispo. Afirmar, como se ha hecho, que no se ha dialogado con el interesado, no responde a la verdad. Tanto lo tratado en los órganos de consejo del Obispo, como las conversaciones privadas del obispo con los sacerdotes, están amparadas por el secreto, como sucede en cualquier institución que se tenga por seria. El Obispo, como es obvio, debe mantener la reserva que conlleva su cargo.

Cuando un obispo o un sacerdote cumple 75 años, el Código de Derecho Canónico prescribe que dirija una carta al Papa o al obispo, respectivamente, presentando su renuncia al cargo que ostenta. El Papa o el obispo puede aceptarla de inmediato o dilatar la aceptación hasta el momento en que, debido a las circunstancias personales y pastorales, considere más oportuno y prudente. La reorganización pastoral de la zona de Aguilafuente y Mozoncillo ha exigido hacerlo ahora.

El hecho de aceptar la dimisión de un sacerdote no significa, como se ha divulgado en este caso, que se le echa del ministerio ni del sacerdocio, pues los sacerdotes siguen ejerciendo su ministerio, si lo desean, en la misión que reciben del obispo. En la Diócesis hay sacerdotes muy beneméritos que, a pesar de estar jubilados canónicamente, siguen prestando valiosos servicios. La idea de que un sacerdote tiene «derecho» a estar en una determinada parroquia no corresponde ni a la naturaleza de su ministerio —que requiere la total disponibilidad prometida en la ordenación—, ni a la naturaleza eclesial de la parroquia, que no es propiedad del sacerdote, como dejó claro la reforma del Concilio Vaticano II con la supresión de las «parroquias en posesión».

Estos asuntos de la Iglesia no se resuelven bajo presión de recogida de firmas o de cartas abiertas al obispo a través de la prensa, máxime si se parte de informaciones sesgadas y posiciones preconcebidas, o se recurre, en alguna de ellas, al insulto, la descalificación o ciertas actitudes de amenaza que se invalidan por sí mismas. Tampoco las cartas sin firmar son dignas de consideración. Por otra parte, proponer soluciones pastorales cuando se desconocen todos los datos, que afectan no solo a la parroquia en cuestión, sino al bien general de la diócesis, supone, cuando menos, una enorme ligereza.

No cabe duda de que el Obispo, como cualquiera que ostenta una responsabilidad, puede equivocarse, pero también puede acertar con los elementos de juicio que tiene en sus manos. Para el nuevo curso que comienza, el Obispo ha realizado trece nombramientos, que incluyen traslados, ceses y nuevos cargos. Siempre buscando el bien de la Diócesis, de las parroquias y de los sacerdotes. No se ha lesionado ningún derecho de las personas ni de las comunidades. Es gratificante comprobar el aprecio de las comunidades a sus sacerdotes. Y es comprensible que los cambios producen en ocasiones tristeza y cierta frustración, pero no hay que olvidar que los cristianos, como dice san Pablo, no somos de Pedro, de Pablo o de Apolo, sino de Cristo, y debemos trabajar por el bien de toda la diócesis superando los particularismos de las propias comunidades.

Hay ocasiones en que Jesús, como maestro de moral, «elige escandalizar a su auditorio para interpelarlo mejor» (F. Bovon). Así sucede en la parábola del administrador infiel, que leemos este domingo. Siempre ha causado sorpresa y desazón en los lectores que Jesús alabe la conducta de un administrador deshonesto, quien, al saber que su señor está a punto de despedirlo, se aprovecha de su cargo y rebaja por su cuenta la deuda de los clientes para ganarse amigos que le ayuden cuando esté en la calle.

            Si leemos con atención la parábola, el dueño (que, en realidad, es Jesús) no alaba la mala conducta del administrador convertido en ladrón, sino la astucia que despliega cuando su vida peligra. «Ciertamente —dice Jesús— los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz» (Lc 16,8). La historia escandalosa que cuenta Jesús está muy bien traída, pues describe al detalle el modo de actuar de personas sin principios que no dudan en aprovecharse de su cargo en beneficio propio. Sucedía entonces y sucede ahora. Jesús no exhorta a imitar la conducta deshonesta del administrador, sino a tomar decisiones juiciosas en vistas al desenlace de la vida. Alaba su astucia, no lo que hace. La clave de la parábola está en estas palabras: «Yo os digo, ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas» (Lc 16,9).

            En esta exhortación, hay dos cosas que merecen destacarse. En primer lugar, la idea que Jesús tiene del dinero al denominarlo «dinero de iniquidad». No quiere decir que el dinero sea inicuo por sí mismo, sino que puede conducir a la iniquidad, a la perdición de uno mismo, si uno pone su confianza y seguridad en él. Basta recordar la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. Jesús, por tanto, advierte de este peligro. En segundo lugar, Jesús dice que nos hagamos amigos con ese dinero, que, bien empleado, puede abrirnos las puertas de las moradas eternas. ¿Quiénes son esos amigos que, a semejanza de lo que hace el administrador, se ganan con el dinero bien empleado? Evidentemente, se trata de los pobres, los necesitados, aquellos cuya necesidad —más o menos extrema—nos recuerda que los bienes no son solo para unos pocos, o para los ricos, sino para todos los hombres que deben vivir con dignidad. La alusión a la muerte, que, de modo tan elegante, se esconde en las palabras «cuando os falte», referidas al dinero, advierte que la rendición definitiva de cuentas se hará ante Dios. Entonces, nuestro valedor no será el dinero, pues nada nos llevaremos, sino los pobres, esos «amigos» que nos hemos ganado con la generosidad, la limosna y la auténtica caridad. Así como el administrador infiel se plantea qué debe hacer para que, cuando lo echen a la calle, alguien lo reciba en su casa, Jesús muestra el camino para que nos reciban en las «moradas eternas».

            La parábola se convierte en una apremiante llamada a dar al dinero el valor que tiene, nunca prioritario ni absoluto, y a vivir siempre con la perspectiva de rendir cuentas ante quien es el Creador y distribuidor de todos los bienes. Para ello, es preciso imitar la «astucia» del administrador desde una perspectiva virtuosa y no deshonesta. Y eso solo se logra si comprendemos que somos administradores de bienes cuyo último destino no son los bancos ni nuestras cuentas corrientes, sino el conjunto de la humanidad. De ahí que, como dice Jesús, debemos ser fieles en lo poco para serlo también en lo mucho. Y termina con una pregunta que interpela y estremece: «Si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera?». Quizás sea esto lo que nos falta: entender cuál es la verdadera riqueza.

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