Secretariado de Medios

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La Trinidad y la vida contemplativa

 

El domingo de la Santísima Trinidad la Iglesia nos invita a orar por quienes forman la vida contemplativa. Son hombres y mujeres que, a diferencia de quienes se dedican a la vida activa, escogen el silencio, la oración y el trabajo para dedicarse a Dios mediante la contemplación de su verdad, bondad y belleza. La importancia de este modo de vivir sólo se comprende si tenemos en cuenta que Dios es el Absoluto, bien supremo y felicidad infinita. Dios supera todo lo creado e imaginable. De ahí que haya personas que experimenten la atracción irresistible de buscar su rostro, contemplar en la fe lo que un día será la visión cara a cara de Dios, meta de todo hombre.
En un mundo que ha perdido —hablamos en general— el sentido de la trascendencia, no es fácil entender la vida contemplativa que da sentido a tantos monasterios. Sin embargo, cuando la gente se acerca a estos lugares de paz, silencio y oración, y participa en la liturgia, descubre ese otro mundo que habitualmente resulta desconocido. Hasta personas que no creen, confiesan, cuando pasan por un monasterio, que hay algo que les invade como una ráfaga de otro mundo imperceptible para los sentidos, pero real. Es el mundo de Dios en el que se adentran quienes aspiran a la contemplación.
Con mucha frecuencia, se piensa que lo más importante del hombre es hacer. El homo faber se ha convertido en el prototipo que construye civilizaciones, técnicas, arte y cultura. Es evidente que el hombre ha sido creado para la acción. «Creced, multiplicaos, dominad la tierra y sometedla», dice el Creador a Adán y Eva. Pero no olvidemos que este mandato de Dios sólo se explica desde el presupuesto de que el hombre ha sido hecho «a imagen y semejanza de Dios». Y Dios, además de Creador, es relación entre las tres divinas personas. Su ser más íntimo es esta comunión interpersonal que hace de la vida de Dios una fascinante realidad de comunicación amorosa. Entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fluye la vida divina no sólo entre ellos sino entre quienes, por la gracia del bautismo, participamos de su mismo ser.
Para la vida contemplativa, por tanto, la Santísima Trinidad es el icono en que mirarse para realizar su vocación. Cada una de las tres personas nos introduce en el diálogo eterno del único Dios que busca relacionarse con el hombre. Y los tres, en su armonía indestructible, nos enseñan a vivir como reflejo de su comunión. Un misterio tan insondable hace de la contemplación una tarea inacabable, pues Dios, en su inmensidad sin principio ni fin, siempre está más allá de nuestras posibilidades de comprensión. Sólo a través del silencio interior y exterior, de la adoración y de la súplica confiada, de la acogida de lo que nos sobrepasa, podemos llegar a ser contemplativos, aunque no vivamos en un claustro. Dios se revela a quienes le buscan con humildad y sencillez de corazón, y, sobre todo, a los que le aman. Como dice Jesús, Dios pone su morada en quienes cumplen su voluntad y le agradan en todo.
Contemplar a Dios no es sólo tarea de las personas contemplativas sino de todo hombre que tiene su origen y meta en Dios. Y aunque nos parezca difícil hacerlo, no olvidemos que, al hacerse hombre, el Hijo de Dios nos ha facilitado el camino, pues quien ve al Hijo ve al Padre, dado que ambos son uno. Y ambos viven en el amor del Espíritu Santo que, según san Pablo, ha sido derramado en nuestros corazones para que podamos llevar la vida misma de Dios. En realidad, basta recordar que cada cristiano es templo vivo del Espíritu de Dios y no olvidar que Dios «es más íntimo a nosotros mismos que nuestra propia intimidad» (San Agustín).

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

El pensamiento teológico moderno ha acentuado la importancia del Espíritu en la vida del cristiano. Es comprensible que la espiritualidad cristiana se haya centrado en Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres. Se empobrece, sin embargo, la fe si olvidamos que Cristo ha venido a revelarnos al Padre para mantener con él una relación de hijos. Y esto no sería posible si no hubiéramos recibido el Espíritu Santo, que conduce a la Iglesia desde su inicio hasta su consumación. Marginar al Espíritu Santo de la vida cristiana nos incapacita para ser cristianos. El tiempo que va desde la Ascensión hasta la venida gloriosa de Cristo se llama «tiempo de la Iglesia» o «tiempo del Espíritu».
En general, a los cristianos nos cuesta mantener una relación vital con el Espíritu Santo. Quizás, porque, de las tres personas de la Trinidad, sea la más difícil de representar. Del Padre y del Hijo tenemos representaciones accesibles, especialmente del Hijo, que tomó nuestra carne. El Espíritu es representado simbólicamente mediante el viento, el agua, las lenguas de fuego que aparecen sobre la cabeza de los apóstoles en Pentecostés. También influye en esta incapacidad para representarnos al Espíritu el poco valor que la sociedad actual da a «lo espiritual», que ha quedado marginado, privado de consistencia, y reducido a lo que subjetivamente el hombre considera experiencias íntimas, sean o no verdaderamente espirituales. Hablando con propiedad, «lo espiritual» en el cristianismo tiene dos acepciones: la más general se refiere a esa parte de nuestro ser, que, junto a lo material, constituye nuestra identidad: somos seres espirituales. En nosotros, hay «algo» que no se reduce a la materia. La segunda acepción es la más original del cristianismo: lo «espiritual» es todo lo que se refiere al Espíritu Santo recibido en el bautismo, y que desarrolla la vida cristiana en nosotros. Por eso decimos que el cristiano es «templo del Espíritu Santo», pues habita y actúa en nosotros con su fuerza personal. Podemos decir que la historia de la Iglesia es todo lo que el Espíritu Santo ha realizado, con la colaboración de quienes se han hecho dóciles a su inspiración. El desarrollo de la vida de la Iglesia es inexplicable sólo desde la mera sociología. Pentecostés es la acción sobrenatural de Dios en la primitiva comunidad apostólica. Sin esa acción propia y directa de Dios, la Iglesia no habría nacido ni se habría desarrollado. Se explica así que el pecado más grave que puede cometer un cristiano es oponerse a la acción del Espíritu. Y la virtud más típica del cristiano es la docilidad al Espíritu.
Hace no muchos días, un periodista de brillante pluma publicaba un valiente artículo, en el que alertaba del olvido de la «dimensión trascendente que nos diferencia de las bestias y vuelve nuestras vidas sagradas». Afirmaba que «sin espiritualidad carecemos de sentido». A eso nos ha llevado expulsar a Dios «de las aulas, de los periódicos, de los programas de televisión, de las conversaciones con los amigos, como si fuera un objeto obsoleto que alguien ha subido al desván». Es un certero juicio de lo que sucede en nuestra sociedad. Llevamos demasiado tiempo pretendiendo arrancar a Dios de la tierra doliente en que vivimos. Y buscando sustituir su presencia con el llamado laicismo —que no laicidad—, como si lo laico estuviera en guerra con lo espiritual y religioso. El realidad el hombre ha querido vengarse de Dios, pero como sucedió en Babel no lo ha conseguido. Se ha hundido en su propia confusión: de lenguas y de conductas. Ha olvidado que existe Pentecostés, es decir, el triunfo del Espíritu sobre la carne.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

Los cristianos confesamos en el Credo que Jesús subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Son dos imágenes que no pueden interpretarse literalmente, porque el cielo al que sube Jesús no es el que contemplamos sobre nuestras cabezas ni el Padre tiene derecha e izquierda como si fuera un ser humano. Los evangelistas utilizan imágenes asequibles para visualizar los misterios de la fe. Cuando Jesús habla de su partida de este mundo creado, dice que se va al Padre. Este mundo, por hermoso que sea, es creación de Dios, obra suya. Por la resurrección, Jesús ha trascendido esta creación, ya no está sujeto a las leyes de este mundo ni condicionado por el espacio y el tiempo. Ha entrado para siempre en el mundo de Dios. Antes de encarnarse —dice el prólogo de Juan— estaba junto a Dios, y, resucitado, vuelve a Dios. «Elevarse al cielo» es afirmar que Cristo retorna al Padre como Señor de todo lo creado. Eso significa sentarse a la derecha de Dios, imagen bíblica que subraya la idea de que el Hijo posee la misma gloria que el Padre.
En el relato de la Ascensión, según dice Lucas en los Hechos de los Apóstoles, hay otro aspecto de este misterio que nos afecta a nosotros. Dice el relato que, mientras Jesús ascendía al cielo, sus discípulos se quedaron con la mirada fija en el cielo, viéndole irse. Dos hombres de blanco —una forma de designar a los ángeles— les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hch 1,11). Sin decirlo expresamente, Lucas está indicando la misión de los cristianos y de la Iglesia. Entre la partida de Jesús y su retorno al fin de la historia, los seguidores de Cristo no deben permanecer con los brazos cruzados. El cielo no es nunca una excusa para desentendernos de la tierra. Antes de su partida, Jesús dice a los suyos que serán sus testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo. Partiendo de Jerusalén se dispersarán por todo el mundo para testimoniar todo lo que Jesús ha dicho y hecho. El cristianismo es misión, testimonio, vida apostólica. La mística cristiana no nos separa de este mundo, sino que nos introduce en él con la fuerza del Espíritu para transformarlo según el proyecto de Dios. Por eso, celebramos en este día la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, subrayando con ello que la fe cristiana es un anuncio gozoso de salvación que debe ser comunicado a todos los hombres. Silenciar esta Buena Noticia es un atentado al núcleo mismo del evangelio, una infidelidad al mandato de Cristo: id y enseñad a guardar lo que yo os he mandado.
Es frecuente escuchar hoy que la religión es un asunto privado. Nada hay más opuesto a la entraña de la religión, y del cristianismo, que este despropósito. La religión es un hecho social y público indiscutible. Los creyentes no vivimos censurándonos a nosotros mismos ni ocultándonos ante la opinión pública. La fe religiosa pertenece al patrimonio universal de los pueblos. Cuando Jesús predica el evangelio, lo hace públicamente, en las calles, plazas y sinagogas. Sólo quienes pretenden imponer su «religión» a los demás tienen la osadía de censurar la libertad de los creyentes para expresar sus creencias y convicciones. Los cristianos, y los hombres de fe en general, no estamos en el mundo para quedarnos mirando al cielo en un misticismo desencarnado de la realidad. Somos artesanos, trabajadores, cooperadores de la verdad de Cristo en un mundo que necesita la presencia de Aquel que ha sido constituido Señor de cielos y tierra y ha revestido a los suyos con su mismo poder y autoridad.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

Martes, 28 Mayo 2019 10:32

Revista Diocesana. Junio 2019

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Viernes, 24 Mayo 2019 12:27

La Pascua del Enfermo

El sexto domingo de Pascua celebramos la Pascua del enfermo. El lema de este año toma las palabras de Jesús: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Es una invitación a ofrecer a los demás la salvación de Cristo, don gratuito del Resucitado. Un don que no tiene precio.
Entre los predilectos del Señor y de la Iglesia están los enfermos. Cuando envía a los apóstoles, les dice: «curad enfermos» (Mt 10,8). Y cuando nos juzgue al fin de la historia, incluirá entre los criterios de salvación o condena el de «estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36). Cristo se ha identificado con los enfermos de manera explícita y ha querido situarlos en las prioridades del Reino que anuncia y trae la salvación. De ahí que la Iglesia, desde sus orígenes, los ha distinguido con la oración constante por su salud y la ayuda en su necesidad material y espiritual. Baste recordar que hay un sacramento dedicado a implorar la salud del cuerpo y del alma de los enfermos. Un sacramento que responde de manera personal y directa a la fragilidad de la condición humana cuando experimenta su propio límite, la infirmitas propia del hombre.
El hombre es, según la Biblia, «sangre y carne». Con esta expresión, se quiere decir: pura fragilidad. Tarde o temprano, todo hombre experimenta el límite de su naturaleza, cuando falla alguno de sus mecanismos físicos o síquicos. Decía san Agustín que «quien larga vida desea, larga enfermedad desea», aludiendo a un hecho incontestable: cuanto más larga es la vida, más aumenta la posibilidad de experimentar la enfermedad que llevamos dentro: nuestra condición mortal, que se manifiesta cuando, con más o menos fuerza, nos visita la enfermedad.
La atención a los enfermos es un signo de comunión en el dolor y en la esperanza. La Iglesia, como una auténtica familia, se apiña junto al enfermo para sostenerlo como el miembro más necesitado. Y todos sabemos hasta qué punto es necesario el acompañamiento de los enfermos. Como también sabemos que los familiares y los que se dedican al cuidado de los enfermos deben, a su vez, ser sostenidos por la comunidad eclesial. Enfermedades largas, dolorosas, que conllevan procesos y tratamientos médicos complejos, de atención durante las veinticuatro horas del día, pueden minar la fortaleza de los cuidadores, y convertirse en auténticos calvarios que necesitan la presencia de los cristianos, como hizo María al pie de la cruz de su Hijo.
La enfermedad es también una ocasión extraordinaria para descubrir el sentido cristiano del dolor como lugar donde quien sufre descubre la oportunidad de unirse a Cristo doliente y ofrecerse con él al Padre. Los sacerdotes sabemos por experiencia que esos momentos duros de la vida pueden convertirse en ocasiones para crecer interiormente, aceptar la propia limitación y descubrir que el hombre no sólo es materia que se deteriora sino espíritu que tiene la capacidad de asumir y trascender los límites materiales y reconocer que Dios es el Buen Pastor que nos conduce en ocasiones por cañadas oscuras disipando los temores propios de nuestra fragilidad. ¡Cuántas personas han encontrado el sentido pleno de la vida al experimentar pruebas que, en un primer momento, se resistían a aceptar! La Pascua del enfermo es una ocasión para proclamar el gozoso mensaje de Pascua: El Resucitado, venciendo la muerte, ha iluminado de modo definitivo la fragilidad de nuestra condición y nos enseña que, en la peregrinación hacia la casa del Padre, todo lo que forma parte de nuestra vida —incluyendo al dolor y la enfermedad— ha sido asumido por él y redimido, de manera que en la salud y en la enfermedad tenemos la certeza de su salvación.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

La diócesis de Segovia organiza una jornada festiva para las familias.
El entorno de la Virgen de la Aparecida, lugar de celebraciones de muchos matrimonios segovianos, acogerá la peregrinación de las familias que deseen participar de una jornada de campo y fe.
El punto de encuentro escogido y desde donde se saldrá caminando será el santuario de Nuestra Señora de la Fuencisla, a partir de las 11:15, por la senda verde del Eresma, hasta la Virgen de la Aparecida, el trayecto tiene una duración aproximada de una hora. Es necesario ir provistos de calzado cómodo, protección solar, agua y comida.
Antes de la comida en la pradera, se compartirán juegos y diferentes dinámicas.
Con la Eucaristía presidida por D. César a las 17:00 horas, se dará por concluida la actividad que supone también la cierre del curso pastoral para el Secretariado de familias.

Jueves, 16 Mayo 2019 08:05

La señal del amor. D. V. de Pascua.

 

En el evangelio de este domingo Jesús anuncia que le queda poco tiempo de estar con los suyos. Su partida al Padre en la Ascensión es inminente. Sus palabras hablan de la gloria que recibirá del Padre, que es una clara referencia a la resurrección, aunque también la gloria —por paradójico que parezca— se refiere a la cruz. ¿En qué sentido? En la cruz, cuando Cristo sea levantado sobre el madero de la ignominia, revelará el amor que tiene a los hombres dando la vida por ellos. Cuando hablamos de la cruz gloriosa de Cristo confesamos que en ella el amor ha sido enaltecido al grado más alto: no hay amor más grande que el de dar la vida por los demás. Esa es la gloria de Cristo y también la del hombre. Lo entendemos bien cuando alguien ofrece su vida para salvar a otro. Un gesto así vale por sí mismo; no necesita comentarios. Por amar así, y porque el Hijo de Dios no podía quedar sometido al poder de la muerte, Dios lo ha glorificado resucitándolo de entre los muertos.
A la luz de esta verdad entendemos que, al despedirse, Jesús deje a sus discípulos el mandamiento del amor. Es un mandamiento nuevo, no porque antes de Cristo no se conociera la supremacía del amor, piedra angular de la moral judía. Es nuevo, porque Cristo encarna una forma de amar radicalmente nueva. O si queremos decirlo de otra manera: Cristo revela en su plenitud y grandeza qué significa amar. Por eso, no dice que nos amemos como lo hacía los justos del Antiguo Testamento, sino como él mismo nos ha amado. La señal por la que se conocerá que somos cristianos es amarnos como él mismo no ha amado. Esta es la novedad absoluta que interpreta la Ley y los Profetas. Sólo este amor —dice un teólogo actual— «será la demostración de todas las doctrinas, de todos los dogmas y de todas las normas morales de la Iglesia de Cristo».
Si lo pensamos bien, la norma para el cristiano no es una ley escrita, es la persona misma de Cristo que se convierte, por su resurrección, en la referencia indispensable para todo cristiano. Cuanto hace, dice y enseña es el camino que conduce a la perfección moral y al testimonio convincente de la fe cristiana. Sobra todo discurso cuando se ama de verdad. El amor se justifica a sí mismo y tiene la virtualidad de tocar al hombre en su fibra más íntima. El mejor elogio que se hace de las primeras comunidades cristianas se resume en estas palabras: «¡Mirad cómo se aman!».
Al dejarnos este mandamiento nuevo, Jesús ha simplificado mucho las cosas, porque todo cristiano puede fijar su mirada en él y descubrir en cada circunstancia de su vida cómo debe amar. No hay dificultad, por grande que sea, que se resista a ser iluminada por el ejemplo de Cristo. De ahí que los santos han hecho de la imitación de Cristo el camino seguro de la vida cristiana. Quien imita a Cristo no se equivoca nunca, porque es el Maestro que nos invita a hacer lo que él ha hecho. Cristo siempre va por delante en nuestro camino de fe y siempre ilumina nuestras oscuridades. Basta contemplarle con ojos de fe, la fe que ha encendido en nosotros la resurrección, para acertar en el camino.
Se cuenta de san Buenaventura que le preguntaron en cierta ocasión en qué libros se inspiraba para componer sus sermones y tratados espirituales. Él condujo a la persona que le interrogaba al interior de su habitación y le mostró un crucifijo ante el cual hacía su oración y le dijo: he aquí mi biblioteca. El Crucificado y Resucitado es el libro abierto para entender la existencia cristiana. Gracias a que el Hijo de Dios ha tomado nuestra carne comprendemos, con la simplicidad de una mirada, qué significa vivir, morir y amar como Cristo. Es la novedad absoluta.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

El patio del Palacio Episcopal, acogerá el primero de los conciertos que Segovia Sacra ofrece de una manera gratuita. El día 6 de junio a partir de las 20:00 horas, y hasta completar aforo, aquellos que lo deseen podrán asistir al concierto de música con campanas de mano que ofreceran más de 40 músicos procedentes de diferentes países  y que  han elegido España para  realizar esta gira internacional con un formato de Handbell Ringers Choirs.
La música que interpretan es instrumental, utilizando únicamente campanas de mano de distinta musicalidad cada una. Ocasionalmente los coros de campanas van acompañados por órgano, piano o teclados. Su repertorio es de música clásica, mayormente sacra, pero también incluyen algunas canciones tradicionales de amor y del folklore.

Durante los meses de verano se ofertarán diferentes actuaciones musicales, sumándose en breve la apertura del jardín romántico y la sala de exposiciones temporales, que junto con el museo Splendor Fidei situado en el Palacio Episcopal, las estancia palaciegas y la oferta gastronómica del restaurante "El batihoja" ofrecen al visitante una manera diferente de conocer y disfrutar del  patrimonio cultural de Segovia.

 

 

 

Al final de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Panamá, el Papa Francisco animó a decir «sí» con María «al sueño que Dios sembró» en el corazón de los jóvenes. Estas palabras han servido para el lema de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que se celebra en este cuarto domingo de Pascua, tradicionalmente llamado domingo del Buen Pastor. El lema dice: «Di sí al sueño de Dios».
La vocación al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada tiene mucho que ver con el calificativo de Buen Pastor que Jesús se da a sí mismo. La cultura nómada y pastoril que caracterizó durante siglos al pueblo de Israel convirtió la figura del pastor en un símbolo precioso de la ternura de Dios con su pueblo. Dios cuida de su rebaño, conoce a cada una de sus ovejas, las conduce a ricos pastos, venda las heridas que se hacen en el camino y las protege de toda asechanza del enemigo. La ternura de Dios con su pueblo es tan grande que, cuando anuncia la era final de la salvación, dice de sí mismo que se convertirá en el pastor de su pueblo y no permitirá que ningún otro lo pastoree.
Este deseo o «sueño de Dios» se cumple en la encarnación de su Hijo. El se autoproclama Buen Pastor y añade a todas las promesas anteriores a su venida algo insospechado: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna, no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,27-30). Ser cristiano es pertenecer a Cristo y al Padre. Entre el rebaño y el Pastor se da una relación de conocimiento y amor indestructible porque el Padre y el Hijo son uno solo. Viven en plena armonía y comunión. Participan del mismo ser. Por eso, Cristo puede darnos la vida eterna. No se trata ya de una metáfora, sino de la realidad que ha desvelado la Resurrección de entre los muertos.
Tener vocación es escuchar la voz de Jesús que llama a vivir su pasión por el hombre. Cristo llama a convocar una comunidad en torno a él. Quienes escuchan su voz, le siguen, no perecerán jamás y nadie podrá arrancarlos de las manos de Cristo, que son las manos de Dios. Dios es superior a todo. Aunque el hombre intente echar a Dios fuera de la sociedad, no lo conseguirá nunca, porque Dios es más fuerte, más tenaz, más humano que el mismo hombre. Y lo que nunca podrá hacer el poder mundano es arrancar al hombre de las manos de Dios. Quien entiende esta pasión que Dios siente por el hombre, experimenta la llamada a ser como Cristo: un buen pastor, un llamado a decir sí al sueño de Dios.
El hombre de hoy necesita experimentar que Dios le ama por sí mismo, tal y como es, con sus flaquezas, heridas y necesidades. Necesita ser tomado, como dice el salmo, entre las palmas de Dios, y descubrir que su vida está fuera de peligro —el peligro del sinsentido, de la muerte, y de la nada—. Necesita caminar hacia la meta de la plena felicidad, aunque tenga que transitar por cañadas oscuras. Tener vocación es sentirse llamado a entregar la vida, según el ejemplo de Cristo, para que otros vivan, hasta el punto de poder decir: Cristo y yo somos uno. Porque el llamado por Cristo a configurarse con él vive siempre entregado al cuidado de los demás, olvidado de sí, y haciendo realidad el sueño de Dios. Por eso es imposible echar a Dios fuera de este mundo, porque su Hijo no solamente quiso vivir como hombre en un momento de la historia, sino que sigue viviendo cada día, y «encarnándose» en quienes, al escuchar su voz, le siguen sin dudarlo y dando testimonio de que «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos».

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

 

 

 

Viernes, 03 Mayo 2019 07:19

Revista Diocesana. Mayo 2019

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