A medida que nos acercamos a la Pascua, la liturgia dominical revela progresivamente el misterio de Cristo. Se orienta sobre todo hacia los catecúmenos, que recibirán el bautismo en la vigilia pascual, para que comprendan lo que Cristo aporta a la vida del hombre. Para llevar adelante esta pedagogía, la Iglesia utiliza relatos evangélicos de milagros en los que se hace patente quién es Jesús de Nazaret. En este cuarto domingo de Cuaresma se narra la curación del ciego de nacimiento en la piscina de Siloé. Con este milagro, el evangelista Juan quiere dramatizar una verdad que se afirma ya en el prólogo del evangelio: Cristo es la luz del mundo y en él está la vida del hombre. Por eso, quien acoge a Cristo camina en la luz y su vida es arrancada de las tinieblas. Recordemos que en el Credo decimos de Cristo que es «Dios de Dios, Luz de Luz». Y Jesús dirá de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Ahora bien, también en el prólogo del cuarto evangelio se dice que la luz brilló en las tinieblas pero las tinieblas no la recibieron. Se refiere a quienes, habiendo visto la luz, se negaron a acogerla. Esto es lo que se dramatiza en la curación del ciego de nacimiento. Al realizar el milagro, Jesús afirma claramente que lo hace para que en el ciego se manifiesten las obras de Dios, es decir, el milagro de Jesús que, al abrir los ojos del ciego, se presenta como Luz del mundo. El ciego es un símbolo del hombre que camina en tinieblas. Al encontrarse con Cristo, recibe la gracia de ver la luz física y, sobre todo, el don de creer en Cristo cuando éste le dice expresamente que es el Enviado de Dios. Postrado a sus pies, hace esta sencilla confesión de fe: «Creo, Señor». En contraste con el ciego, aparece el grupo de quienes se oponen a Cristo rechazando incluso el milagro que ha sucedido. Resulta patético su interés por mostrar que el ciego no era ciego y que Jesús ha quebrantado el sábado haciendo el bien. Son los representantes de las tinieblas que rechazan la luz. Refiriéndose a ellos, Jesús dice: «Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Es obvio que Jesús se refiere a la ceguera espiritual del hombre que, teniendo ante los ojos la luz de la verdad, se niega a acogerla. Por eso, cuando sus oponentes le replican: «¿También nosotros somos ciegos?», Jesús les dedica estas duras palabras: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece». El verdadero drama del hombre, viene a decir Juan, no es la ceguera física, sino la del espíritu que se cierra a reconocer la luz de Dios manifestada en Cristo. Es cierto que la fe es un don de Dios; pero no es menos cierto que Dios ofrece al hombre pistas para creer en Jesús, una de las cuales son sus milagros. Si no creéis en mí, dirá Jesús, al menos creed en las obras que dan testimonio de mi. En su ensayo Sabiduría griega y paradoja cristiana, Ch. Möller describe magistralmente, analizando las obras de Shakespeare y Dostoievski, la diferencia entre el pecado de fragilidad y el pecado contra la luz. En el primer caso, se trata del pecado del hombre esclavo de las pasiones, que, en el fondo, las reconoce y busca la salvación en Dios. En el segundo caso, es el pecado lúcido, hijo de la soberbia, que se niega a reconocer la necesidad de ser redimido de su propias tinieblas y se obstina en no dejarse iluminar por la luz de Dios. Es el hombre que cree ver pero se encierra en sí mismo antes que reconocer que sólo la luz de Dios puede romper la ceguera del espíritu. + César Franco Obispo de Segovia