En el segundo domingo de Cuaresma se proclama el evangelio de la Transfiguración del Señor. Testigos de este milagro fueron los tres apóstoles predilectos —Pedro, Santiago y Juan—, testigos también de su agonía en Getsemaní. Me sirvo de este dato para reflexionar sobre el sacerdocio, ya que en este domingo, cercano a la fiesta de san José, celebramos el día del Seminario. Lo diré una vez más: Segovia necesita urgentemente vocaciones al sacerdocio si queremos asegurar su pervivencia como comunidad creyente. Quien no quiera verlo, está ciego; y quien lo ve y se cruza de brazos como si fuera un asunto ajeno es que no valora la fe. Volvamos a la Transfiguración. Ser sacerdote es, en primer lugar, seguir a Jesús, subir con él al monte Tabor y experimentar su grandeza. Nadie es digno de ser sacerdote. Nadie se da a sí mismo la vocación. Es Cristo quien llama e invita a seguirlo. Unos responden, otros le dan la espalda. Cuando una vocación madura, Cristo desvela poco a poco su ser, hasta revelarse totalmente como el Hijo de Dios, Salvador del hombre. Toda vocación tiene procesos de luces y sombras, certezas y dudas, gozos y temores. Pedro, al contemplar a Cristo transfigurado, manifiesta su deseo de permanecer allí para siempre. Pensaba que todo era gloria y disfrute de una belleza inabarcable. Sabemos cuánto le costó aprender que Jesús debía morir en la cruz y que él debía seguirlo por ese camino. Tuvo que cambiar su modo de entender el ministerio. Hoy ser sacerdote no comporta gloria humana. Por esta razón, quien se decide a seguir a Jesús sabe desde el primer momento que escoge un camino difícil, de contradicción, como fue el camino de Cristo. Pero es justamente ahí donde reside la gloria de Cristo: por eso Jesús se transfigura después de haber hablado de su pasión y muerte de cruz. Hoy el mundo necesita sacerdotes que sean testigos de Cristo crucificado y resucitado al mismo tiempo. Hombres que asumen el riesgo de ser incomprendidos y rechazados, pero conscientes de que en su pobreza y fragilidad actúa la fuerza de Cristo. El Papa, en su discurso al final de la cumbre sobre protección de menores en el Vaticano, ha agradecido «a la gran mayoría de sacerdotes que no solo son fieles a su celibato, sino que se gastan en un ministerio que es hoy más difícil por los escándalos de unos pocos —pero siempre demasiados— hermanos suyos». Cargar sobre uno mismo el pecado de los demás es también una forma de redención, si estamos unidos a Cristo. Ser sacerdote es, sobre todo, llevar a los hombres la salvación de Cristo. Por eso, cuando Jesús baja del Tabor, cura a un epiléptico. Es un signo de la autoridad que concederá a sus ministros, aunque les advierte que sólo podrán hacerlo con oración. El sacerdote es un hombre de oración. Si la abandona, está perdido. Queda expuesto a su pobreza y miseria. Sin la unión con Cristo no puede dar frutos. Es un sarmiento seco. La Iglesia de Segovia debe pedir al dueño de la mies que envíe obreros a su mies. No basta, sin embargo, la oración. Debemos trabajar por las vocaciones, invitando y animando a los niños, adolescentes y jóvenes a seguir a Cristo, si pasa a su lado y los llama. Dios se sirve de muchos factores para llamar al sacerdocio: la familia, los sacerdotes y catequistas, los educadores. Para ello, es preciso valorar la vocación al ministerio y no tener miedo a la amistad con Cristo, que nos ayuda a superar todas las dificultades y a caminar en pos de él hacia el monte Tabor, donde revela su gloria, para que subamos también sin temor al Gólgota donde manifiesta de modo definitivo que ser sacerdote es entregar la vida por amor sin escandalizarse de la cruz. + César FrancoObispo de Segovia