Hay pecados y pecados. Y, sobre todo, hay pecadores. Hay pecados que exponen al hombre a la vergüenza pública. Otros, permanecen ocultos en el corazón del hombre, sólo a la vista de Dios. Algunos pecados degradan al hombre en su relación social y pública, pueden ser señalados por el dedo, y estigmatizan a quien los comete. Otros, los ocultos, también degradan, y oscurecen la conciencia del hombre hasta tal punto que le impiden reconocer su culpa. Necesita muchas dosis de luz para romper la tiniebla que le ciega. En cualquier caso, no hay pecado sin pecador, y éste con sus circunstancias. Y es el pecador el que es digno de toda misericordia, sobre todo si es expuesto a la ignominia pública o al escarnio de la sociedad. Es el caso de la mujer adúltera, sorprendida en el mismo pecado, y arrastrada hasta Jesús. La dejan a sus pies como a una presa de caza, y exigen que Jesús pronuncie la última condena. Quienes la han llevado, escribas y fariseos, también son pecadores, pero sus pecados no se ven, aunque sí sus consecuencias. En una de las diatribas más fuertes que Jesús mantiene con ellos en el evangelio, los llama «sepulcros blanqueados» porque, encalados por fuera, por dentro están llenos de rapiña y corrupción. Su peor pecado es la soberbia: juzgan a los demás, y se atreven también a juzgar a Cristo, como el fariseo Simón en la escena de la mujer arrepentida, conocida como la Magdalena. Jesús, sorteando la trampa que le tienden, al preguntarle si deben cumplir la ley de Moisés que ordenaba lapidar a las adúlteras, les lanza una sentencia irreprochable: quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Nadie lo hizo, se fueron retirando empezando por los más viejos, que naturalmente, en razón de la edad, habrían cometido más pecados. Jesús penetró con sus palabras en el santuario secreto de la conciencia, donde el hombre, si es sincero, reconoce que no está exento de culpa, sea la que sea. Como Sem y Jafet cubrieron con un manto la desnudez de su padre Noé, que estaba ebrio, así Jesús cubrió con sus palabras la vergonzosa humillación de la adúltera, y la levantó de su postración con el perdón. La absolvió de su culpa, y al mismo tiempo le dijo que no pecara más. Libró a la mujer de la lapidación y, superando la ley de Moisés, quebrantó el corazón de quienes se creían justos. + César Franco Obispo de Segovia