Las tentaciones de Jesús han dado pie a mucha literatura exegética, teológica, literaria y también grotesca. Cualquiera que lea los Evangelios con un mínimo sentido común, observará que nos encontramos ante un hecho común a todo hombre: en su esencia, la tentación —toda tentación— es apartar al hombre de la adoración de Dios. El ansia de poder, de vanagloria y de bienes terrenos son forma de sustituir a Dios. Que Jesús, en cuanto Hijo de Dios, fue tentado es dicho abiertamente en el evangelio. En este domingo, el de Marcos lo dice con la mayor claridad y concisión: «El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Santanas» (Mc 1,12-13). No puede ser mas breve. Los otros evangelios sinópticos describen las tentaciones con detalles inspirados en pasajes del Antiguo Testamento para presentar a Jesús como el nuevo Israel que peregrina por el desierto sin caer en las tentaciones ante las que sucumbió el pueblo judío. En el texto de Marcos se afirma algo que conforta a quienes somos tentados a lo largo de la vida. Dice que «el Espíritu empujó a Jesús al desierto». ¿No pedimos en el Padrenuestro que Dios no nos permita entrar en la tentación? ¿Cómo explicar entonces que sea el mismo Espíritu quien empuja a Jesús a desierto, si allí será tentado? El desierto tiene en la Biblia diversos significados: es el lugar de la prueba porque en él, según la tradición, habitaban los demonios. Pero es también lugar del encuentro con Dios. Estos dos aspectos no son contradictorios. La vida del hombre, en su complejidad espiritual, se realiza entre la tensión de la fidelidad a Dios y el apego a los ídolos. El desierto se convierte así en lugar de lucha, de entrenamiento, de fidelidad a la alianza. En sí misma la tentación no es mala: ayuda a conocernos en nuestra debilidad, a luchar por el bien y confiar en la fuerza de Dios. La carta de Santiago nos ofrece este magnífico texto: «Bienaventurado el hombre que aguanta la prueba, porque, si sale airoso, recibirá la corona de la vida que el Señor prometió a los que lo aman. Cuando alguien se vea tentado, que no diga: “Es Dios quien me tienta”; pues Dios no es tentado por el mal y él no tienta a nadie. A cada uno lo tienta su propio deseo cuando lo arrastra y lo seduce; después el deseo concibe y da a luz al pecado, y entonces el pecado, cuando madura, engendra muerte» (Sant 1,12-15). Jesús quiso ser tentado para ofrecernos el modelo del hombre nuevo que se hace fuerte en la lucha contra el mal. Sucede que en nuestro tiempo descaradamente hedonista nos hemos auto-engañado pensando que todo lo que deseamos es bueno, y nos damos por vencidos antes de que arrecie la tentación. Incluso esta palabra resulta para muchos pasada de moda. ¿Tentación? ¡Cosa de curas o de cristianos timoratos que ven al diablo por todos los rincones! Si no nos gusta la palabra, digamos prueba, ejercicio, entrenamiento. El hombre que renuncia a la lucha en el campo espiritual, cuando es probado, renuncia a su condición espiritual y racional, pues basta la razón para saber que dentro de nosotros el bien y el mal están en duelo permanente. Leamos a los clásicos y a los modernos que han escudriñado el alma humana si queremos ver hasta qué punto el hombre necesita ser empujado por el Espíritu al desierto y aprender la lección que nos da Jesús al oponerse a todo sugerencia e incitación al mal. Sin esta página de la tentación de Jesús, su vida entre nosotros sería inexplicable. Al encarnarse, tenía que parecerse a los hombres en todo para ser misericordioso «pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Heb 2,18). + César FrancoObispo de Segovia