El evangelio de san Juan comienza con un solemne prólogo que se lee el día de Navidad y durante los días siguientes. Es un himno de enorme belleza y densidad que nos remonta a la eternidad de Dios, al principio sin principio, antes de que se existiera nada, para decirnos que el Verbo existía junto a Dios y era Dios. Quien lea por primera vez este prólogo no sabe de quién habla el evangelista, ignora quién es el misterioso ser del que se dicen verdades sorprendentes: por su medio se ha hecho todo; en él está la Vida; es la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; ha sido rechazado por los suyos, pero tiene poder para hacer de cuantos le acogen hijos de Dios. ¿Quién es este Verbo? Si seguimos leyendo el prólogo, aprendemos que en un momento determinado se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros; y se dice que es el Hijo único de Dios. Y quien escribe esto afirma incluso que él, junto con otros testigos, han contemplado su gloria y lo han visto lleno de gracia y de verdad. Finalmente, para más asombro, se afirma que este Verbo, Hijo de Dios, se llama Jesucristo, que ha venido precisamente a revelar, es decir, a explicar y dar a conocer a Dios, a quien nadie ha visto jamás. Esto es la Navidad: Dios rompe su misterio, su inmenso silencio, para darnos su Verbo eterno y mostrarnos el rostro visible del Dios invisible. Dios, dice Ratzinger, se ha mediado en Cristo. Ha querido explicarse a sí mismo mediante el único que conoce todo de él porque desde siempre, antes de todos los siglos, estaba junto a él, le hablaba, le conocía, le amaba infinitamente. El autor del prólogo, que parte de la eternidad de Dios, desciende hasta la historia concreta de su tiempo para decir que el Verbo se ha hecho carne, es decir, medida humana, tiempo y espacio, fragilidad y muerte, para compartir con los hombres su destino y ser el consuelo del que habló Isaías a quienes estaban postrados en las tinieblas y sombras de la muerte. Dios ha salido de sí y nos ha entregado al Hijo de sus entrañas infinitas, al inmortal y creador con él de todo lo visible e invisible. Se trata de Jesucristo, al que adoramos hoy en la pequeñez y fragilidad de un niño. Dios hecho niño, fajado con pañales, colocado en un pesebre, sobrecogiendo al universo con su silencio y con su llanto. En su origen, este magnífico himno se escribió para los miembros del pueblo de Israel. Por eso su autor dice que la Ley se nos dio por medio de Moisés. La gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. La Ley mosaica venía de Dios. Pero sólo era Ley. Para salvarse había que cumplirla. Ahora es distinto: hay que acoger al que Dios envía: su Verbo vivo, su Palabra creadora y comunicadora de vida. Ha pasado el tiempo de la Ley para dar paso al tiempo de la gracia y la verdad. También la Ley participaba de esa verdad y gracia, pero no podía ofrecerla en plenitud. Sólo el Hijo de Dios podía tender el puente entre el misterio insondable de Dios y la concreta historia del hombre, de cada hombre, de todo hombre. Sólo el Hijo podía revelarnos al que le había engendrado desde toda la eternidad: el Padre. Este es el misterio de la Navidad, ante el cual sólo cabe asombro, adoración, silencio. El mismo silencio que trae el Niño de Belén en el acatamiento de la voluntad de su Padre. Y sólo cabe acogerlo con infinito gozo, porque en él reside la luz y vida de los hombres. La oscuridad sobre el destino de la humanidad y del cosmos ha sido quebrada para siempre por la Luz eterna que da sentido a la creación y a la historia de los hombres. Ha aparecido, dice san Pablo, la bondad de Dios y su amor por el hombre. El Verbo se ha hecho carne. + César Franco Obispo de Segovia