No corren tiempos buenos para la Iglesia, para la Iglesia en general y para cada asamblea de cristianos que se reúne a celebrar la Eucaristía. La deserción de las jóvenes generaciones, y de las adultas de media edad es un fenómeno general. Abundan los mayores, que siguen fielmente constituyendo nuestras asambleas litúrgicas. No es un fenómeno nuevo. La carta a los Hebreos, escrita hacia el año 70 d.C., constata que muchos abandonan las asambleas, y en algunas épocas del cristianismo el abandono de la fe ha hecho pensar que la Iglesia agonizaba lentamente. En el sínodo sobre Europa del año 2012 sorprendió el término de «apostasía silenciosa» para describir la situación de nuestro tiempo. Es evidente que esta situación entristece a pastores y fieles y amenaza con el desaliento. En el evangelio de este domingo, sin embargo, Jesús afirma algo que nunca podemos olvidar: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». No se trata de agarrarse a un clavo ardiendo en una situación de emergencia. Dos o tres constituyen, según Cristo, un pequeño recinto que alberga su presencia. La comunidad creyente fundada por Cristo no existe sólo en las grandes asambleas sino en las pequeñas comunidades, en los dos o tres que se reúnen en el nombre del Señor para orar juntos, escuchar la palabra, celebrar los sacramentos y vivir la caridad fraterna, esa caridad a la que apela Jesús cuando nos dice que si hemos de corregir a algún hermano, hagámoslo con dos o tres testigos. Dos o tres. La importancia de estas palabras de Cristo reside en que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, crece mediante la incorporación sacramental de cada bautizado que confiesa la fe y se convierte en miembro de Cristo. Cada miembro de la Iglesia tiene un valor incalculable porque ha sido redimido por la sangre de Cristo y ungido con el mismo Espíritu que ungió a Jesús. Se explica que, en la primitiva Iglesia, se llamara santos a los bautizados. ¿Comprendemos la trascendencia de esto si nos tomáramos en serio el bautismo? ¿Valoramos a cada cristiano de nuestras comunidades desde esta perspectiva? A veces los sacerdotes somos derrotistas cuando, al convocar a nuestras comunidades, nos encontramos con presencias poco significativas. «Siempre los mismos... no viene gente nueva…», son comentarios frecuentes. ¿No significa esto valorar poco a los que vienen? ¿No está Jesús en medio de los dos o tres que se reúnen en su nombre? Hay que atenderlos como si fueran una multitud, porque en realidad representan a la Iglesia extendida por toda la tierra. Sí, esos dos o tres, la representan. Y posiblemente, si cuidáramos como se merecen a los pocos llegaríamos a muchos. Quiero concluir esta reflexión con un texto precioso de san Efrén el Sirio, diácono, doctor de la Iglesia y uno de los más grandes poetas que ha tenido la Iglesia. Se trata de un himno publicado recientemente. El poeta rompe todo cálculo humano, toda medida, para hablar de la Iglesia y hacernos comprender el misterio que la constituye. Dice así: «El que celebra solo en el corazón del desierto,/ es él mismo una asamblea numerosa./ Si dos se unen para celebrar entre las rocas,/ millares y miríadas están allí presentes./ Si son tres los que se juntan hay un cuarto entre ellos./ Si hay seis o siete, doce mil millares se han juntado./ Si se ponen en fila, llenan el firmamento de oración./ Si son crucificados sobre la roca, y señalados con una cruz de luz,/ se ha fundado la Iglesia./ Si están reunidos,/ el Espíritu planea sobre sus cabezas./ Y cuando terminan su oración,/ el Señor se levanta y sirve a sus siervos». + César Franco Obispo de Segovia