La primera acción de Jesús, después de anunciar que el tiempo se había cumplido y el Reino de Dios estaba cerca, fue llamar a los primeros apóstoles - Pedro y Andrés, Juan y Santiago – que eran pescadores en el lago de Tiberiades. Jesús pasa junto a ellos, los llama y, con total disponibilidad, dejan las redes, las barcas y - en el caso de Santiago y Juan - a su padre Zebedeo, y siguen a Jesús. Se trata de una llamada a algo muy concreto que deberán realizar de una manera subordinada a Jesús, como dicen sus palabras: «Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres». Es muy llamativo que aquellos pescadores siguieran a Jesús tan prestamente, sin preguntar nada sobre el significado del trabajo que se les proponía, sin indagar siquiera sobre las condiciones de su vida. La autoridad de Cristo domina la escena y su palabra resulta eficaz una vez pronunciada. En cierto sentido, todo parece indicar que el Reino anunciado por Jesús tiene una fuerza de atracción irresistible. Sus primeras palabras - «convertíos y creed en el evangelio» - encuentran en aquellos pescadores la respuesta inmediata. «Marcharon, dice el relato, en pos de él», tal y como había pedido. El evangelio da a entender que «pescar hombres» es la tarea misma de Jesús, que quiere compartir con sus apóstoles. Por ello, deben ir siempre en pos de él, para aprender un oficio tan sumamente exigente y delicado. Oficio que se aprende sólo en la escuela de quien ha creado al hombre y conoce sus resortes más íntimos y sus habilidades para no dejarse pescar. Porque si los peces son escurridizos, ¡qué decir del hombre! Ser pescador de hombres para introducirlos en el Reino de Dios es la tarea más hermosa y comprometida que puede haber en este mundo. Si es que entendemos el valor de un solo hombre para Dios. Nadie podría hacer esto sin aprender de Jesús. El cardenal Jean Danielou, que dedicó gran parte de su vida, como jesuita y predicador, a este oficio de «pescador de hombres», dice en sus memorias: «Lo más divino entre las cosas divinas es cooperar con Dios en la vida de las almas... El Espíritu que transfiguró la humanidad de Cristo, fue difundido por El y trabaja en el interior de la humanidad para suscitar lo que yo suelo llamar la existencia espiritual. El es quien garantiza, por encima de cualquier acontecimiento, el éxito auténtico: el de la gracia, la santidad y el amor». Si analizamos de cerca la vida de Jesús, comprendemos por qué lo primero que hizo fue llamar junto a sí a hombres que, una vez resucitado, serían investidos de su propia autoridad para dedicarse a pescar hombres. En el trato de Jesús con la gente, se aprende a valorar al hombre, a respetar su libertad, a comprender su grandeza y miseria entrelazadas, y, sobre todo, a provocar en él, mediante el arte del diálogo, la inquietud por la vida eterna, la única que puede hacer feliz a quien ha sido creado para ella. Jesús amaba al hombre con pasión, tanto si era justo como pecador. Sólo buscaba su bien, su plenitud. Y aunque el hombre se le escurriese entre sus manos, como los peces en el agua, no cejaba en su intento de pescarlo para Dios, aunque tuviera que sufrir los calores del mediodía en el pozo con la samaritana o reunirse en tertulias nocturnas con Nicodemo, o invitarse él mismo a casa de Zaqueo. Porque lo que estaba en juego era la salvación de una persona, que valía toda la sangre que un día habría de derramar en la cruz. «Pescadores de hombres». ¿Por qué escasean hoy tantos? ¿Habrá dejado de llamar Jesús? No lo creo. ¿Produce vértigo dejarlo todo y seguir en pos de él? Es posible. Pero lo más certero es que no miramos al hombre con la lucidez de Jesús. + César Franco Obispo de Segovia.