La idea que el hombre se hace de Dios es, en general, la de un ser inaccesible, apartado de los hombres. Y cuando lo imagina viniendo a este mundo desde su altura —por ejemplo, el monte Olimpo— pierde su carácter inefable, enredado en las mismas pasiones del común de los mortales. ¿Quién cree en las mitologías greco-romanas? Resultan grotescas e inaceptables para la razón. El hecho mismo de la multiplicidad de divinidades no cuadra con el presupuesto razonable de que sólo puede haber un único Dios más allá del cual nada puede pensarse, como decía san Anselmo en su argumento ontológico. La revelación bíblica se caracteriza porque el Dios trascendente, cuyo nombre es innombrable, y cuyo rostro nadie puede ver y seguir con vida, ha entrado también en la historia. Los estudiosos de la Biblia reconocen que la idea del Dios creador es posterior a la del Dios de la historia. Israel ha tomado conciencia de que el único y verdadero Dios habló a Abrahán, a los patriarcas, a Moisés y a los profetas. Es decir, salió a su encuentro y estableció alianzas con su pueblo. Es un Dios trascendente y al mismo tiempo unido a la historia del pueblo elegido. Su condición de ser inefable es compatible con la de quien se preocupa del acontecer histórico. La imagen de Dios que pasea con Adán y Eva en el jardín del Edén, según dice el Génesis, es una hermosa metáfora que describe la naturaleza de Dios presente en la vida de los hombres. El cristianismo ha dado un paso más. Es el término de la revelación bíblica, anunciada por los profetas de Israel cuando presentan a Dios como aquel que gobierna y pastorea directamente a su pueblo. Isaías, sin dejar de pensar en Dios como el ser trascendente y terrible en su gloria, lo llama Enmanuel, «Dios con nosotros». A este Dios se refiere Juan en el prólogo del evangelio cuando dice que «se hizo carne y puso su tienda entre nosotros». Dios ha realizado su plan de salvación haciéndose hombre, uno de nosotros. No hay duda de que esta verdad resulta sorprendente, y para muchos inaceptable y absurda, porque no conciben cómo puede conjugarse la trascendencia de Dios con su inmanencia entre los hombres. Se explica así lo que narra el evangelio de este domingo. Cuando Jesús dice de sí mismo que es el Pan bajado del cielo, sus oyentes se escandalizan argumentando de esta manera: «¿No es este Jesús, el Hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?». Para un judío, la sola idea de que un hombre afirmara tal cosa resultaba blasfema, pero es aquí donde reside la contradicción en la que se mueve el hombre —no sólo el judío— al pensar sobre Dios. Por una parte, se rechaza a un Dios que parece ajeno a la vida de los hombres. Por otra, escandaliza que un hombre pueda ser Dios y compartir nuestra vida. Quizás nos traicione el subconsciente de que tal Dios no arregla nada, es demasiado humano. Y esta es justamente la revelación de Cristo: Él ha superado la distancia entre Dios y el hombre. Como dice Ratzinger, en Cristo «Dios se ha mediado a sí mismo». Se ha hecho tan tangible y cercano como el pan. Al tomar nuestra carne y entregarla para la vida del mundo ha respondido, en realidad, al deseo del corazón: ver un Dios a nuestro lado, viviendo y padeciendo con nosotros. Muriendo por nosotros y con nosotros para ofrecernos lo que sólo Dios puede dar: la vida eterna, la resurrección. Si pensamos con categorías racionalistas, puede parecer un absurdo. Pero, si abrimos el corazón a la revelación, entenderemos que Dios es tan palpable «como realmente palpables fueron para Elías el pan cocido y la jarra de agua que aparecieron milagrosamente a su lado en el desierto» (U. von Balthasar). + César Franco Obispo de Segovia