La curación del ciego Bartimeo, narrada en el evangelio de este domingo, describe magistralmente la situación del hombre que necesita salir de la oscuridad a la luz. El evangelista presenta el estado menesteroso del ciego que pide limosna al borde del camino por donde pasa Jesús. Oyendo que pasaba, le invoca con un título mesiánico —Hijo de David— y pide compasión. Como suele ocurrir, la gente le increpa para que no moleste con sus súplicas, pero él seguía gritando sin desfallecer. Jesús se detiene y pide que le llamen. El ciego da un salto, suelta su manto y se acerca a Jesús. El diálogo es escueto, dirigido a lo esencial: ¿Qué quieres que haga por ti?, pregunta Jesús. El ciego responde: Maestro, que pueda ver. Y Jesús accede con estas palabras: «Anda, tu fe te ha curado». El evangelista añade: «Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino». El encuentro del hombre con Jesús tiene en esta escena un valor ejemplar. Todos necesitamos ver. Sin luz no podemos andar el camino. La ceguera es, en cierto sentido, la imagen del hombre necesitado de Dios. Son muchos los que no creen, pero desearían creer. No hace mucho, una destacada periodista decía, ante la situación vital por la que pasaba, que desearía creer, pero no sabía cómo llegar a la fe. El ciego suplica, insiste, hasta que Jesús se para en el camino. La fe comienza por una súplica ardiente, profunda, que nace de la necesidad más radical del hombre: poder ver. Ante esta necesidad, son muchos los que pretenden silenciar la súplica, sofocar la plegaria. Carecen de la compasión más elemental y humana, que nos hace solidarios con los hombres que viven en la oscuridad. Por eso, la petición del ciego es muy sencilla y radical: Maestro, que pueda ver. No pide dinero, ni ayuda material. Pide la luz. Necesita ver. Jesús realiza el milagro al ver la fe de aquel hombre necesitado de compasión. Una vez curado, dice el evangelista que lo seguía por el camino. El beneficiado del milagro se convierte en seguidor de Jesús. Es la respuesta lógica a la gracia recibida. De modo indirecto, se dice que la visión que otorga Jesús nos sitúa en el seguimiento de su persona. El camino es él mismo, que va delante de nosotros para no perdernos. Podemos decir que la visión física no es nada comparada con la visión espiritual, que nos permite discernir el camino de la verdad para llegar a la meta. En otro pasaje del evangelio de Juan, Jesús cura a un ciego de nacimiento. Los fariseos no quieren aceptar que Jesús ha hecho el milagro y someten al ciego a un sin fin de preguntas dudando de que fuera ciego. Al final, Jesús pronuncia una sentencia que pone al descubierto la paradoja del hombre que, ante la acción de Dios, se niega a creer: «Para un juicio he venido a este mundo —dice Jesús—: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Al escuchar estas palabras, los fariseos le preguntan con ironía: «¿También nosotros estamos ciegos? Jesús les contestó: Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece» (Jn 9,39-41). El hombre de hoy adolece de autosuficiencia. Creemos que captamos en profundidad el misterio de la vida. Nos parece que nuestra visión de las cosas es certera, objetiva, sin margen de error. Esta actitud nos impide, aunque sea de modo inconsciente, abrirnos al horizonte de la fe. Como dice Jesús, somos ciegos que creen ver, seguros de sí mismos y de sus conocimientos adquiridos. Necesitamos sentirnos ciegos ante el gran misterio de la vida humana. Pedir la limosna de la luz, suplicar la compasión de Dios. Sólo entonces se opera el milagro porque Dios escucha el grito de sus hijos. + César FrancoObispo de Segovia