«El pobre gritó y el Señor le escuchó»(II Jornada Mundial de los pobres) Celebramos este domingo la II Jornada Mundial de los pobres, establecida por el Papa Francisco el año pasado. En su mensaje para este día, dice que «pretende ser una pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida por el mundo, dirige a los pobres de todo tipo y de cualquier lugar para que no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Probablemente es como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo puede ser un signo de cercanía para cuantos pasan necesidad, para que sientan la presencia activa de un hermano o una hermana. Lo que no necesitan los pobres es un acto de delegación, sino el compromiso personal de aquellos que escuchan su clamor». Es obvio que el problema de la pobreza en el mundo no se arregla con una Jornada anual. El Papa habla de «pequeña respuesta» para que los pobres no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Los pobres, ciertamente, gritan. Si pudiéramos recoger en un instante los gritos de la humanidad doliente a lo largo de los siglos, moriríamos de estremecimiento. El pobre grita. Con palabras y sin ellas. Su dolor es un inmenso grito de soledad y abandono. El pobre expresa en primer lugar su dolor. Pero es también un grito contra los que no escuchan y se cierran en su sordera egoísta para no ser molestados. Hay cascos para evitar el ruido de las calles, y los hay también para no escuchar el dolor ajeno. Abel murió asesinado por su hermano Caín. Lo mató en la soledad, para que nadie lo viera, pero su sangre «gritó» ante Dios y Dios lo escuchó. Dice también el Papa que Dios siempre «escucha» el grito de los pobres. Acude compasivo en su ayuda y en el corazón de Dios se clava el sufrimiento de los pobres, como se clavó en el costado de Cristo la lanza del soldado. Dios atiende los gemidos de los hombres, aunque para muchos permanezca insensible, indiferente. No sabemos de qué manera, pero Dios hace justicia siempre y en su Hijo, el pobre sufriente en la cruz, ha dicho una palabra de compasión universal para todos los hombres, en la que recoge todo sufrimiento humano para redimirlo como sólo él sabe hacerlo. El Siervo de Dios crucificado es al mismo tiempo, juicio, redención y promesa de que ningún grito quedará en el vacío. Eso quiere decir el Papa con su tercer idea: Dios lo liberó. La acción de Dios siempre es salvadora. Desde el inicio al fin de la historia, Dios se ha manifestado como salvador. Salvo a Noé del diluvió. Salvó a su pueblo de la esclavitud de Egipto porque escuchó su grito. Salvó a Daniel del foso de los leones. Salvó a su pueblo del exterminio mediante mujeres como Judit y Ester. Dios se llama «el que salva». Por eso el Hijo de Dios tomó el nombre de Jesús, porque «salva al mundo del pecado». La vida de Jesús entre los hombres es toda ella la respuesta que Dios ha dado al drama del pecado y de la muerte, y al drama del sufrimiento humano. Por eso, la Iglesia, los cristianos, tenemos una misión salvadora, liberadora de las esclavitudes que provocan quienes sin compasión disfrutan de los bienes de la tierra como si fueran exclusivamente suyos. En el evangelio de hoy, que anuncia ya el fin del año litúrgico, se nos dice que el Hijo del Hombre «está cerca, a la puerta». Más cerca de lo que pensamos, pues la vida es brevedad, un soplo. Si lo pensamos, todos somos pobres que, ante la muerte, gritamos a Dios y esperamos que nos escuche y nos ofrezca la salvación. Nadie se salva a sí mismo. Pero tiene razón Santiago cuando dice que quien salva a un hermano se salva a sí mismo. Ahí tenemos la respuesta de Dios al sufrimiento del hombre. Por eso, en el juicio se nos examinará de amor. + César FrancoObispo de Segovia.