Octubre misionero El Papa Francisco ha pedido a toda la Iglesia vivir este mes de octubre con un especial espíritu misionero, para conmemorar el centenario de la carta apostólica Maximun illud del papa Benedicto XV. Durante este mes la oración, la reflexión y la actividad apostólica deben ayudarnos a vivir como enviados por Cristo a proclamar la buena nueva de la salvación. La misión de la Iglesia ha nacido de la voluntad expresa de Cristo. Desde el inicio de su ministerio público, Jesús declara que ha venido a anunciar el Reino de Dios invitando a los hombres a acogerlo y a vivir bajo su gracia y poder. Jesús anuncia la salvación, no sólo a las ovejas de Israel, sino a los pueblos paganos que son invitados a conocer al único y verdadero Dios. Antes de subir a los cielos, Jesús deja a sus discípulos la tarea de enseñar y conservar sus enseñanzas y de bautizar en el nombre de la Trinidad. La evangelización no es sólo anuncio, sino realización de la salvación de Cristo a través de los sacramentos instituidos por él.La misión de la Iglesia es tarea de todos los bautizados. Desde el Concilio Vaticano II, se ha ido tomando cada vez más conciencia de que cada bautizado es un obrero de la viña del Señor y no puede permanecer ocioso, como dice san Juan Pablo II en Christifideles Laici. Al final de sus días este Papa repetía con insistencia que la Iglesia del siglo XXI se definía con la palabra «misión». Y afirmaba en su encíclica Redemptoris Missio que, a pesar de los veinte siglos de cristianismo, estábamos como en el inicio de la misión. Cualquiera que mire con realismo a su alrededor comprenderá las proféticas palabras de este gran Papa. Tanto en los países de vieja cristiandad como en los recientemente evangelizados, la misión es la primera urgencia de la fe. «Auméntanos la fe», dicen hoy a Jesús sus discípulos. Necesitamos que el Señor aumente la fe para llevar adelante la evangelización. Si los testigos no estamos convencidos de lo que confesamos, ¿cómo podremos transmitirlo? La Iglesia viene padeciendo una profunda crisis de fe que la hace especialmente vulnerable. En el sínodo sobre Europa se habló de «apostasía silenciosa» de quienes abandonan la Iglesia, aunque no haya apostasía formal. Sabemos además que en muchas familias cristianas no se inicia en la fe, ni se ora en común, dándose así el drama señalado por Concilio Vaticano II de la separación entre fe y vida. Dios ha dejado de ser significativo en una sociedad donde los creyentes no sabemos —o no queremos— dar razón de nuestra fe. La misión, por tanto, tiene como primera exigencia la conversión de quienes somos enviados. Es urgente recuperar la alegría del evangelio, como nos recuerda el papa Francisco. Sólo quien vive la alegría de ser amado y redimido puede ser un testigo creíble. La fe no es una herencia muerta, sino un depósito vivo. Por esta razón, san Pablo recuerda a Timoteo que Dios no le ha dado un espíritu cobarde, sino de energía, amor y buen juicio. Y le exhorta a no tener miedo de dar la cara por Cristo y a participar en los duros trabajos del Evangelio. Evangelizar no es fácil, pero tampoco es misión de superhombres. En realidad, como dice Jesús, «somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer». Se trata de ponerse al servicio de Cristo, convencidos de que él es el Salvador. Quien arriesga su vida por él, dado que él la entregó por nosotros, pierde todo miedo y respeto humano, todo temor a ser rechazado. El cristiano vive así en la gratuidad de dar lo que él ha recibido gratis. La misión es la consecuencia de su fe viva y activa en el Señor que le lleva a comprometerse en los duros trabajos del evangelio, consciente de que la mayor carga la ha llevado Cristo. + César Franco Obispo de Segovia.