Jesús ha venido a espantar los miedos del corazón del hombre. Miedo a la soledad, a la enfermedad y, sobre todo, miedo a la muerte. Con cierta frecuencia, Jesús exhorta a sus discípulos a no tener miedo. Ante la tempestad del lago, ante el peligro de la persecución por la fe, ante el riesgo de perder la vida. También en su despedida, Jesús anima a su pequeño rebaño a confiar, a no temer la separación que conlleva el adiós del Maestro. Anuncia que vendrá, que estará siempre con los suyos, que su partida no es definitiva. Volverá y estará siempre con los suyos hasta el fin del mundo. Cuando Jesús resucitado se presenta en medio de sus discípulos, dice san Lucas que «llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma». Jesús les espanta el miedo mostrándoles las manos y los pies, atravesados por los clavos, y dejándose tocar para hacerles comprender que era de carne y hueso. Más aún, come delante de ellos un trozo de pez asado. El realismo de la resurrección no puede expresarse de mejor manera, si se tiene en cuenta que Lucas, el tercer evangelista, escribe para cristianos de cultura griega, tan cerrada a una comprensión positiva de la carne. «Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona», dice Jesús mostrándose a sí mismo. Por la resurrección, Cristo ha pasado a ser el Viviente, que se hace contemporáneo de cada hombre en cada circunstancia que se encuentre. Vive para siempre y se hace el encontradizo con el hombre que soporta sus propios miedos; miedos que, como los negros fantasmas que pintaba Goya, intentan devorarlo. La resurrección de Cristo ha arrojado una poderosa luz sobre la existencia humana al vencer de modo definitivo el fundamento de todos los temores, el miedo a morir, el miedo a la nada, a la infinita soledad de quien, a medida que cumple años, sólo le queda esperar la muerte. El hombre ya no es «el que nace, sufre y muere», como decía Unamuno. No es el hombre arrojado a una existencia sin sentido, o sin futuro. Desde la resurrección de Cristo, el hombre vive con la certeza de estar acompañado por el Viviente. Esta es la experiencia que han vivido muchos conversos, empezando por Saulo de Tarso, fariseo cabal, que, aún creyendo en la resurrección, se obstinaba en negarse a creer que Jesús pudiera haber resucitado. Desde el encuentro con el Resucitado en el camino de Damasco, el converso Pablo vivirá con la convicción de que Jesús vive y se hace presente en todas las circunstancias de su vida. Cuando lo conducen ante el gobernador Porcio Festo para juzgarlo, éste reconoce que la única acusación que existía contra Pablo es que afirmaba que un tal Jesús, ya muerto, estaba vivo. No hay forma más sencilla de definir la fe cristiana. Todo se reduce a confesar que Jesús vive, como canta la Iglesia en la noche de Pascua. En medio de su búsqueda intelectual del sentido de la vida y de su dramática soledad, apartado de su familia en un piso de París, otro converso, el filósofo García Morente, describe así el momento, llamado por él «hecho extraordinario», en que Jesús vino a espantarle los negros fantasmas de su mente para conducirlo a la fe: «Mi memoria recoge el hilo de los sucesos en el momento en que despertaba bajo la impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión, turbación presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en el mismo momento, sin tardar. Me puse de pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí». + César Franco Obispo de Segovia