LA VOZ DEL OBISPO. Las parábolas que Jesús utiliza para hablar a los hombres del Reino de Dios tienen mucho que ver con los interrogantes que suscitaba su persona y su enseñanza entre los oyentes. Hablaba de la llegada inminente de un Reino, que, sin embargo, tardaba en venir. Decía que los tiempos se habían cumplido, pero nada cambiaba a su alrededor. ¿Dónde estaba la novedad anunciada por Jesús? ¿A qué promesas se refería cuando decía de sí mismo que venía a cumplir lo que afirmaban los profetas? ¿Era Jesús realmente el Mesías? Incluso hoy, después de tantos siglos de cristianismo, muchos siguen hablando del silencio de Dios porque, a su juicio, Dios no actúa en la historia con la prepotencia que ellos desearían: arrancar la cizaña de raíz, aunque se pierda el trigo. O hacer crecer la semilla, como se hace hoy en ciertas industrias, forzando los ritmos de su crecimiento. El hombre quiere aplicar a Dios su modo de actuar y olvida lo que decía el gran profeta Oseas: «Yo soy Dios, no un hombre» (11,9). Dios tiene su ritmo, su tiempo, sus caminos, que, venturosamente, no son los del hombre. La parábola de la semilla que crece, sin que el sembrador sepa cómo, mientras él duerme y se levanta cada día, revela una verdad profundamente consoladora, que anima a la confianza. Jesús enseña que su palabra, simbolizada en la semilla, lleva en sí misma el fruto seguro. Posee la eficacia de Dios encerrada en su núcleo. La tierra, afirma Jesús, produce la cosecha ella sola. Y un día el sembrador podrá decir con júbilo: «Ha llegado el tiempo de la siega» (Joel 3,13). Con esta parábola, Jesús anima a la confianza de quienes pueden sentirse defraudados porque no ven crecer en su interior la palabra que Dios siembra cada día; se irritan ante la lentitud del crecimiento y piensan, quizás, que jamás recogerán el fruto esperado. Su parábola juzga también a los «labradores» que quisieran precipitar la cosecha, pensando que son ellos mismos los autores de la gracia y de la conversión de los demás. Se olvidan de que sólo Dios es el dueño de la mies y da a su tiempo el crecimiento. Una verdad semejante se esconde en la parábola del grano del mostaza, considerada la más pequeña de la semillas. Quienes seguían a Jesús eran vistos por los fariseos y letrados como unos pobrecillos sin cultura. Se les llamaba despectivamente «gente de la tierra», de la que poco podía esperarse. ¿Cómo podría Jesús hacer de ellos los destinatarios y el germen de su Reino? Para responder a esta cuestión, Jesús apela a una verdad constante de la Escritura: Dios escoge lo pequeño, lo último, lo que no tiene apariencia. El profeta Ezequiel había dicho que Dios tomaría una rama tierna y la plantaría en lo alto de un monte y llegaría a ser un cedro noble donde anidarían las aves del cielo. Así sucederá con el pequeño rebaño de seguidores de Jesús que forman la primera iglesia: minúsculo como un grano de mostaza, acogerá en sus ramas a los pájaros del cielo. Bien miradas las cosas, estas parábolas del Reino retratan a Jesús. Podían llamarse indistintamente parábolas del Reino o del Verbo de Dios. Porque Jesús es el grano de trigo sembrado en la tierra, cuya cosecha es inconmensurable. Mientras el mundo dormía, se levantó de entre los muertos llenando de vida el universo entero. Y siendo el último, el despreciado y humillado, con el rostro desfigurado y sin belleza, es el árbol que sigue creciendo con la energía de la resurrección de manera que todo hombre encuentra en él refugio, acogida, sombra y abrigo, como si fueran pájaros que anidan en sus ramas. Jesús nos ha contado su Reino con palabras bellas. Sólo él podía hacerlo, porque él es el Verbo, la Palabra que cumple lo que dice. Exactamente como había dicho Ezequiel: «Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré» (17,24). + César FrancoObispo de Segovia.