El próximo lunes, 22 de junio, la Diócesis de Segovia celebrará en su iglesia Catedral la misa crismal. Esta misa se celebra litúrgicamente el Jueves Santo por la mañana, día en que Jesucristo instituye los sacramentos de la eucaristía y del sacerdocio y proclama el mandamiento del amor. Es una misa poco conocida por los fieles. No obstante, cuando participan en ella perciben su extraordinario contenido teológico, espiritual y profundamente humano. En ella, el obispo y su presbiterio convocan a la diócesis para bendecir los óleos de catecúmenos y enfermos y consagrar el crisma que se usará en el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal. También en esta misa los sacerdotes renuevan los compromisos asumidos en su ordenación en favor del pueblo cristiano. Debido a la pandemia del coronavirus, la misa crismal no pudo celebrarse en el día más cercano al jueves santo como suele hacerse en las diócesis de España. Los obispos recibimos de la Santa Sede la facultad de establecer una fecha en que sacerdotes y fieles pudieran reunirse con mayor facilidad. En Segovia, se estableció el día 22 de junio. Hemos pasado meses confinados en nuestros hogares, hemos padecido el miedo al contagio y el temor a morir, hemos enterrado a seres queridos sin poder acompañarlos, y, seguramente, le hemos preguntado a Dios sobre el sentido de todo lo que ha pasado. Hasta es posible que muchos se hayan enfadado con Dios al no encontrar respuesta a los interrogantes suscitados por estas circunstancias y se hayan rebelado contra aquello que no entienden. En la Biblia hay muchos salmos de quejas, escritos desde el dolor, que son hermosas oraciones. Y el libro de Job pretende responder a la pregunta sobre el sufrimiento que nos llega de repente. No es contrario a la fe pedir a Dios respuesta a nuestras preguntas siempre que no olvidemos que, como dice el profeta Oseas, Dios es Dios y no un hombre, es decir, no podemos ponernos a su altura. Es providencial que celebremos la misa crismal en esta situación. Porque el aceite del olivo, que Dios nos ha regalado, se convierte en la liturgia de esta misa en bálsamo para nuestras heridas, en unción para nuestra fragilidad, medicina para nuestras enfermedades y victoria sobre la muerte. Dios, como el buen samaritano, nos recoge como al herido del camino y busca confortarnos con algo que nuestro pobre barro necesita: la gracia de sus sacramentos. Esta palabra, a la que nos hemos acostumbrado, significa misterio y signo. Es misterio, porque la vida del hombre en sí misma lo es; y Dios se acomoda a nosotros para hacernos entender lo que tanto nos cuesta. Y es signo, porque, detrás de los elementos sensibles que configuran el sacramento, se nos da la gracia que no vemos, pero que nos ayuda a caminar sin perder nunca la esperanza. Si hubiéramos sido creados sólo para esta vida, seríamos unos desgraciados. Pero si, además de esta vida, hermosa y dramática al mismo tiempo, hay otra sin término, propia de Dios y de sus hijos, el dolor se hace llevadero, la enfermedad se asume como prueba, y la muerte —la temible muerte— pierde el aguijón con que nos acosa. ¡Cuánto puede ofrecernos el aceite con que Dios nos unge! ¡Y cuánto conforta tener al lado un humilde sacerdote, pobre como nosotros, que nos alienta, bendice, acompaña, y santifica nuestra carne con la unción de Dios, más fuerte que cualquier pandemia! Cristo ha querido regalarnos hombres de barro, crismados por su gracia, que pueden entender nuestras preguntas, callar cuando no tienen palabras adecuadas, y acompañarnos en nuestra vida, como hizo Jesús con los discípulos de Emaús, para darnos el Pan vivo bajado del cielo. + César FrancoObispo de Segovia