El Jesús de los evangelios no es siempre el manso predicador de las bienaventuranzas, que las proclama sin exigir su cumplimiento. Las pronuncia para quien quiera escucharlas y acogerlas, como el Maestro que enseña la verdad sabiendo que tiene fuerza por sí misma para abrirse camino entre los hombres. Cuando se trata de seguirlo, Jesús no acepta condiciones, ni tratos de favor, ni componendas. En el evangelio de hoy, tres personas se dirigen a Cristo pidiendo seguirle, y sus respuestas no dejan lugar a dudas sobre la radicalidad del seguimiento. Advierte que los pájaros tienen nido y las zorras madriguera, pero él no tiene lugar donde reclinar la cabeza. A quien le pide tiempo para despedir a su familia, Jesús le dice que quien pone la mano en el arado y mira hacia atrás no vale para el Reino de Dios. Y, lo más escandaloso, es que incluso exige renunciar al deber sagrado de dar sepultura al padre: deja que los muertos entierren a sus muertos, le dice a un tercero. Este dicho de Jesús es, leído literalmente, inconciliable con el cuarto mandamiento de la ley de Dios, por lo que ha suscitado multitud de comentarios, que no podemos sintetizar aquí. Baste decir, no obstante, que esta afirmación de Jesús no obliga suponer que el padre del interesado en seguirle estaba de cuerpo presente, en espera de sepultura. Pero la repuesta de Jesús no pierde por ello su dureza. ¿Cómo entender el sentido de estas palabras? Quien se detiene en lo que Jesús exige, suele olvidar lo que da. Cristo no quita nada, lo da todo, dijo Benedicto XVI. La autoridad de Jesús exigiendo seguirlo sin condiciones revela su conciencia de señorío sobre la vida y la muerte, como confiesa nuestra fe. Es el Dios que puede pedir todo. Todo lo que tenemos es suyo. Le pertenecemos en razón de la creación y de la redención. Y él nos pertenece también a nosotros de forma única y definitiva porque ha querido ser todo nuestro. Tú eres, dice un salmo, el lote de mi heredad. Puede pedirnos los bienes, la familia, la vida incluso. Porque no nos la quita de forma absoluta, sino que nos la pide para devolverla centuplicada. Quien deja a su padre, a su madre, a su mujer y a sus hijos por él, dice Cristo, recibirá cien veces más y la vida eterna. En sus comentarios espirituales, Kierkegaard dice que debemos prestar atención a quién es el que invita a vivir dependiendo sólo de él. El que dice “venid a mí”, o “sígueme” no es un ser cualquiera, un hombre mortal como los demás. Es el que se proclama a sí mismo Resurreccion y Vida de los hombres. En la cultura actual se ha perdido el sentido de la trascendencia. Vivimos instalados en la provisionalidad, en el “carpe diem” del goce inmediato. En cierto modo, nos hemos incapacitado para superar, incluso conceptualmente, la muerte, y por eso nos aferramos al terruño, a la herencia paterna, al afecto familiar, esponsal o filial. No entendemos que Dios pueda pedirnos todo porque todo procede de él y, en último término, todo retornará a él. Y se da la paradoja de que Cristo pase delante de nosotros y le pidamos tiempo para despedidas, para entierros, o nos asuste vivir sin seguridades materiales, como vivió él. Por eso, hasta los jóvenes que, por naturaleza, son radicales, aventureros, antes de decir sí a Cristo, prefieren sus seguridades: terminar una carrera, probar la vida, calcular sus días (como si fueran suyos y dispusieran su destino). ¡Qué insensatos somos! Tenemos la Vida a la puerta, llamando para hacernos felices y darnos la plenitud ansiada, y no nos atrevemos a abrirla. Optamos por la muerte. Por eso interpelan y sorprenden tanto las palabras de Jesús: ¡deja que los muertos entierren a sus muertos! + César Franco Martínez Obispo de Segovia