Es frecuente entre los cristianos tener una idea equivocada de la fe. No me refiero al aspecto intelectual de la fe que acepta las verdades reveladas, sino al aspecto existencial que nos lleva a confiar en Dios en las adversidades de la vida. De hecho, cuando nos toca pasar por pruebas duras, nuestra fe se tambalea y hasta dejamos de confiar plenamente en Dios. Basta leer la vida de los santos para darse cuenta de que a ellos les pasó lo mismo, con la diferencia de que confiaron en Dios hasta el final. Es conocida la frase de santa Teresa de Jesús, cuando, en una de sus luchas, le dijo con humor al Señor: «Si así tratas a tus amigos, ahora entiendo por qué tienes tan pocos». La fe, como actitud vital, no es una posesión pacífica exenta de escollos. Creer, como amar, supone dificultades y asumir que Dios puede probar nuestra confianza. ¿No hacemos nosotros lo mismo cuando queremos tantear la confianza que depositamos en alguien? El Evangelio de este domingo narra una escena llena de simbolismo. Después de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús se queda en tierra despidiendo a la gente y apremia a sus discípulos para que suban a la barca y se adelanten a la otra orilla. Ya en el lago, con el viento contrario, la barca es zarandeada por las olas. Jesús se les acerca caminando sobre el agua y llenos de miedo creen ver un fantasma, pero Jesús les tranquiliza: «¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!» (Mt 14,27). Pedro, con su característica decisión, le pide que, si es él, le haga ir a su encuentro sobre el agua. Jesús le dice que vaya, y Pedro comenzó a andar acercándose a Jesús. Pero, en un momento determinado, por la fuerza del viento, sintió miedo y comenzó a hundirse. Entonces gritó: «Señor, sálvame». Dice el evangelista que Jesús extendió su mano, lo agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». No es difícil aprender la lección. Volvamos a nuestra reflexión sobre la fe. Y lo hacemos con dos expresiones del profeta Isaías: «Si no creéis, no tendréis estabilidad» (Is 7,9); «quien cree, no vacilará» (Is 28,16). Creer supone poner la estabilidad en Dios que nunca defrauda aunque a veces no entendamos sus caminos. Las crisis de fe se producen normalmente cuando sucede algo que no esperamos, como el viento repentino que zarandea la barca o a Pedro que ha comenzado a andar sobre las aguas. Nos paraliza el miedo, vacilamos, desconfiamos. El reproche de Jesús, en esta y en otras ocasiones, es la falta de fe en él, en su providencia, en su presencia oculta y eficaz entre nosotros. Miramos la historia de la Iglesia y de la humanidad con nuestras estrechas entendederas y pensamos que Dios nos ha dejado de la mano. En realidad, creemos que somos dueños de nuestra historia y que podemos dirigirla sabiamente. Esto no es creer; a lo sumo, es creer según nuestra conveniencia. Dios nos supera y nos trasciende. Sus caminos y pensamientos no son los nuestros. Creer es ajustarse a los caminos de Dios, tratar de conocer sus pensamientos y vivir en la docilidad a sus planes, lo que significa renunciar a los nuestros. La confianza en Dios se alcanza cuando hemos perdido la confianza en nosotros mismos. A eso se refiere Jesús cuando dice: «sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,8). Esto no significa que el cristiano no deba confiar en sus posibilidades, o cruzarse de brazos esperando que Dios venga en su ayuda, como si todo dependiera de Dios. Significa que la fe es un trabajo arduo, exigente, perseverante. Es el trabajo de quien actúa como si todo dependiera de él, y confía como si todo dependiera de Dios. Entonces andaremos sobre las aguas, sin miedo, contra el viento. Quizás por eso, Jesús les dejó solos mientras él oraba. + César Franco Obispo de Segovia