«Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia» Carta Pastoral al inicio del curso 2020-2021

Queridos diocesanos:

Al comenzar este curso pastoral, me dirijo a vosotros como de costumbre con estas palabras de san Pablo a los cristianos de Corinto que resumen las actitudes básicas de la vida cristiana en toda circunstancia: «Vigilad, estad firmes en la fe, sed fuertes, tened ánimo; todas vuestras obras hacedlas en la caridad» (1 Cor 16, 13-14). El apóstol exhorta a su comunidad, que ha dado testimonio de Cristo (cfr. 1 Cor 1,5), para que se mantenga irreprochable hasta la venida del Señor (cfr. 1 Cor 1,8).

Las cinco actitudes propuestas por san Pablo son muy adecuadas para el tiempo difícil que vivimos. En el sondeo que se ha realizado desde la Vicaría de pastoral sobre cómo hemos vivido —y seguimos viviendo— durante la pandemia, se recogen actitudes negativas contra las que tenemos que luchar: inseguridad, temor, falta de esperanza, desconcierto, miedo al futuro. Hemos experimentado que somos vulnerables en el cuerpo y en el espíritu. La fragilidad del hombre, que quizás habíamos olvidado o ante la que nos creíamos inmunes, se ha hecho palpable. Junto a ello, también este tiempo ha sido oportuno para manifestar todo lo positivo que hay en nosotros: solidaridad, comprensión, aceptación de la realidad, paz, confianza, servicio, caridad. Alguien ha dicho que este tiempo ha sido un kairós, es decir, un momento de gracia, que se ha hecho patente en medio de las dificultades, del sufrimiento, e incluso de la muerte. Con san Pablo, también yo quiero decir acerca de vosotros: «Doy continuamente gracias a mi Dios por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido concedida en Cristo Jesús, porque en él fuisteis enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia, de modo que el testimonio de Cristo se ha confirmado en vosotros, y así no os falta ningún don» (1 Cor 1,4-7).

Me pregunto y os pregunto: ¿Somos conscientes, en verdad, de que no nos falta ningún don? En muchas ocasiones, las tribulaciones, las penas, la dureza de la vida ponen a prueba nuestra fe y nos sentimos desamparados, sin encontrar salida a nuestros problemas, olvidando que no nos falta ningún don para vivir en cualquier circunstancia. Por eso, de cara a este curso que comenzamos y que nos exige una cierta planificación pastoral, quiero insistir en las actitudes que nos propone el apóstol en su exhortación a los corintios. He escogido este texto porque, al leer vuestras aportaciones, he encontrado afinidad entre las lecciones que hemos aprendido durante la pandemia y las propuestas del apóstol a su comunidad.

1. Firmeza en la fe. En primer lugar, quiero subrayar la necesidad de ir a lo esencial. ¿Qué es lo esencial? ¿Cuál es el núcleo sin el que todo lo demás se reduce a cáscara? Lo habéis definido como la fe en Dios, la oración, la confianza en su providencia, la certeza de que Dios no abandona nunca a su pueblo. Jesús se refiere a lo esencial de la vida cuando dice: «Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6,33-34). Esta actitud es el fundamento de las demás. Se trata de permanecer «firmes en la fe», es decir, enraizados en Dios, con la certeza de su amor infinito. Jesús reprocha en ocasiones a sus discípulos la debilidad de su fe, les llama «hombres de poca fe», incapaces de llevar a sus últimas consecuencias el significado de creer. La fe engendra confianza, estabilidad, esperanza de cara al futuro, alegría serena incluso en la adversidad.

Entre las cosas esenciales que hemos descubierto está, además, la importancia de la solidaridad y fraternidad, que empieza en la misma familia. Durante este tiempo, la familia se ha manifestado como la iglesia doméstica que debemos proteger y cuidar con todo empeño. Llevamos años insistiendo en la importancia de la familia en el Plan diocesano de pastoral. Las circunstancias nos han dado la razón, pues, gracias a ella, hemos podido vivir acompañados, aliviando la soledad. La familia se ha convertido, además, en el lugar primario de la fe, de la catequesis y de las celebraciones que no hemos podido realizar en los templos, pero hemos seguido desde nuestras casas gracias a los medios telemáticos. Por ello, es esencial la pastoral familiar y la atención a quienes, por circunstancias muy diversas, carecen del afecto familiar o de una familia.

Esencial es también vivir la pertenencia a la Iglesia, desde la perspectiva familiar, buscando caminar juntos, en sinodalidad fraterna, pues somos la «familia de Dios». Esto se hace especialmente patente en la liturgia donde la asamblea convocada por la Palabra de Dios celebra los misterios de la fe que nos ofrecen la salvación de Cristo. ¡Cuánto hemos echado en falta no poder celebrar estos misterios, especialmente cuando algún ser querido ha partido de este mundo en dramática soledad! Si hemos experimentado esta carencia de la liturgia, significa que la valoramos como esencial, porque la fe conforma nuestra vida realmente y sin ella nos sentidos huérfanos. Por ello, aun con las medidas sanitarias necesarias, se impone el cuidado de nuestras celebraciones litúrgicas como lugares donde, en comunión con toda la Iglesia, la fe se fortalece, la esperanza se alienta, y la caridad se vivifica.

En esta misma dirección habéis señalado lo esencial de vivir la corresponsabilidad entre sacerdotes y laicos en las comunidades parroquiales, arciprestazgos y a nivel diocesano, sirviéndonos, entre otros cauces, de los consejos parroquiales que nos defienden del individualismo, del clericalismo y del aislamiento. Trabajar en común, fortaleciendo los equipos existentes —o creando otros nuevos— enriquece a la Iglesia y nos ayuda a descubrir que la vocación cristiana no se vive en soledad. Un cristiano solo no es un cristiano, decía un escritor eclesiástico. La constante llamada del Papa Francisco a vivir en la Iglesia la sinodalidad debe traducirse en actitudes concretas de diálogo, acompañamiento y aceptación de los demás con sus riquezas y pobrezas. En la Iglesia nadie se basta a sí mismo, todos necesitamos a los demás en la comunión del único Cuerpo de Cristo.

2. Vigilancia, ánimo y fortaleza. San Pablo exhorta a la vigilancia, actitud propia del cristiano, en razón de su debilidad y de la espera del Señor. En la oración angustiada de Jesús en Getsemaní, recomendó a los apóstoles que no se dejaran vencer por el sueño: «Vigilad y orad para que no caer en tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). Aunque Jesús distingue entre el espíritu y la carne, es evidente que ambos se interrelacionan. La fragilidad de la carne repercute en nuestro espíritu; y la debilidad del espíritu acrecienta la flaqueza de la carne, entendida ésta no sólo en el sentido material. Decir que el hombre es «carne» es decir que es débil y frágil en su unidad de alma y cuerpo. Necesitamos fortalecer el espíritu para que todo nuestro ser sea consistente. También de esto hemos tenido experiencia durante la pandemia. Hemos constatado la fortaleza espiritual de muchas personas aparentemente frágiles y débiles, que han sido capaces de afrontar el sufrimiento y el dolor con más grandeza de ánimo que otras aparente o físicamente más fuertes. Por ello, san Pablo, junto a la vigilancia, exhorta a ser fuertes y a tener ánimo.

Estas actitudes no se improvisan. Exigen el trabajo diario de la virtud que, con la perseverancia, se convierte en hábito. Por eso, Jesús une la vigilancia a la oración, sin la que es imposible progresar en la madurez del espíritu. Frente a las adversidades, dificultades de la vida, el hombre verdaderamente espiritual no se arredra ni se intimida ni acobarda. Meditemos, por ejemplo, en el magnífico de texto de 2 Cor 4,7-10. Nuestra fortaleza es el Señor, como rezamos en los salmos.

No sabemos aun lo que nos deparará este próximo curso, ni los planes que podremos realizar o no. Por eso, hemos querido prorrogar el plan vigente del curso pasado, interrumpido por la pandemia. Esta prórroga no significa que no podamos añadir a lo ya programado las sugerencias que los distintos arciprestazgos consideren necesarias, según su propia realidad pastoral. La planificación pastoral, sin embargo, no es la meta de nuestra vida cristiana. Nuestra vida vale más que nuestros planes. Por ello, apelamos a lo esencial de la vida cristiana: siempre debemos vivir vigilantes, es decir, atentos a lo que el Señor nos pide en cada momento.

Vigilancia y fortaleza son necesarias también para cumplir con responsabilidad social nuestras obligaciones ciudadanas en lo que respecta a la salud propia y ajena que no podemos poner en peligro como por desgracia se hace en ocasiones. La salud es un don de Dios, que debemos cuidar y proteger. En este sentido, en nuestros templos, lugares de reunión y convivencia debemos esmerarnos en respetar las medidas sanitarias que determinen las autoridades competentes.

La vigilancia es necesaria, además, porque esperamos al Señor y este mundo no es nuestra morada definitiva. Quizás sea este un aspecto que hemos aprendido de la pandemia. No disponemos de la vida a nuestra voluntad. La muerte nos acompaña desde que nacemos, pero olvidamos esta realidad hasta que nos abofetea de manera inesperada y cruel. Tampoco el cristiano se arredra ante la muerte, porque el Señor la ha vencido de modo definitivo. Pero es de sabios no olvidarla como si nunca fuera a llamar a nuestra puerta. El día y la hora son inciertos —dice el Señor—, por lo que debemos estar preparados para comparecer en su presencia y dar cuenta de nuestros actos. ¿No es eso lo que queremos decir en la eucaristía cuando proclamamos solemnemente: «¿Ven, Señor Jesús»? La pregunta es muy sencilla: ¿Esperamos realmente al Señor? ¿Vivimos en coherencia con esa espera?

También aquí debemos caminar con esperanza porque el Señor marcha junto a nosotros. Como hizo con los de Emaús, nos explica la vida desde las Escrituras y, al caer la tarde, permanece a nuestro lado para celebrar su presencia en la fracción del pan. Esto significa que cada día termina con una mirada hacia la consumación última, de manera que la noche no nos introduce en las tinieblas, sino que nos abre el horizonte de la luz. Somos verdaderamente privilegiados.

3. Todas vuestras obras hacedlas en la caridad. San Pablo termina su exhortación con una llamada a la caridad que conforma toda la vida del cristiano. La caridad no es una virtud más, sino la que permanecerá más allá de la muerte porque Dios es amor y el amor no termina. El apóstol no nos dice que practiquemos la caridad, sino que hagamos todas las obras en la caridad, de manera que estén impregnadas y consolidadas por ella: nuestros deseos, palabras y actos deben nacer y tender hacia la caridad que nos permite permanecer estables en Dios. «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Una comunidad cristiana se mide por el amor que da sentido y unidad a todo lo que hace. Os exhorto, pues, a seguir esta recomendación del apóstol para que no perdamos de vista el origen y término de nuestra existencia: Dios mismo, que es amor. Cuidemos de modo especial las relaciones personales, entre los presbíteros, religiosos y laicos. Huyamos de toda murmuración y crítica. Releguemos todo afán de protagonismo y consideremos a los demás superiores a nosotros mismos. Llevemos con humildad los defectos de los demás y los nuestros propios y consideremos que el servicio a los demás es nuestra alegría.

Dicho esto, la caridad se expresa en actos concretos de atención y cuidado de los más necesitados en el cuerpo y en el espíritu. Este tiempo nos exige acompañar a quienes viven en soledad, a los enfermos y decaídos, a quienes viven con temor su situación personal. Expresemos con nuestros actos que la iglesia es madre y cuida de todos sus hijos sin excepción. Por eso, luchemos contra la acepción de personas y, si hemos de tener alguna preferencia, que sea la de los pobres y necesitados. Sabemos que la crisis económica será larga, y que muchos la padecerán gravemente. La Iglesia diocesana, desde Cáritas y otras instituciones, debe atender, como viene haciendo, a estas necesidades, que son prioritarias en toda comunidad cristiana, pues, como dijo Jesús, a los pobres siempre los tendremos con nosotros (cf. Jn 12,8). Animo a fortalecer los equipos de Cáritas de modo que ninguna parroquia, por pequeña que sea, carezca de personas que trabajen unidas en esta tarea. Y como la caridad impregna toda la vida del cristiano, invito a que en todas las demás acciones de la Iglesia se haga patente de modo singular que amar a Dios y al prójimo resumen toda la ley y los profetas.

Deseo también alentar a los sacerdotes a ejercer su ministerio con plena dedicación al encargo recibido del Señor: cuidar de su pueblo con el mismo amor que él lo hace. Agradezco, especialmente a los de más edad, el ejemplo de servicio y entrega que han dado en este tiempo en el que se han mostrado disponibles para acompañar a sus comunidades en las necesidades concretas. Os animo, hermanos, a vivir los dos aspectos que definen el ministerio de Cristo y, por tanto, el nuestro: evangelizar y sanar. Son dos aspectos muy unidos entre sí. La palabra de Dios siempre sana; y sanar con los sacramentos es evangelizar con la autoridad de Cristo. Os animo también a fomentar las vocaciones al ministerio sacerdotal, como llevamos trabajando en el plan diocesano de pastoral. En este tiempo hemos visto la necesidad que el pueblo tiene de sentir cercano al sacerdote, de recibir la gracia del perdón y el don de la eucaristía. Anunciemos con alegría a niños y jóvenes que el Señor sigue llamando y que nada hay en la vida más hermoso que hacer presente a Cristo entre los hombres. El seminario es responsabilidad de toda la diócesis, no sólo del obispo y de los sacerdotes. Entre todos debemos cuidarlo y potenciarlo. Las familias cristianas, en la educación de sus hijos, deben hablarles de la posibilidad de entregarse a Dios en las diversas vocaciones existentes en la iglesia, no sólo en el matrimonio, sino en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada. No olvidemos que el futuro de nuestra diócesis depende en gran medida de los sacerdotes que el Señor quiera concedernos. Pidamos, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies.

Quiero, por último, agradecer a todos los diocesanos el testimonio que durante este tiempo difícil han dado para que la Iglesia de Segovia fuese un signo del amor de Dios que acompaña a su pueblo. A las comunidades de vida contemplativa, les agradezco su constante oración por el fin de la pandemia y les ruego que encomienden al Señor nuestros planes pastorales al servicio de la evangelización.

Pongamos este curso pastoral bajo la protección especial de la Virgen de la Fuencisla y de san Frutos, para que, bajo la guía el Espíritu, la Iglesia de Segovia produzca muchos frutos de santidad, verdadera comunión y caridad.

Con mi afecto y bendición.

+ César A. Franco Martínez
Obispo de Segovia.