Es un dato constatado en los Evangelios que la enseñanza de Jesús revelaba una autoridad hasta entonces desconocida. En el Evangelio de este domingo, los asistentes a la sinagoga afirman que Jesús «les enseñaba con autoridad y no como los escribas». La diferencia entre Jesús y los escribas radica en que Jesús no repetía sin más lo que decía la ley y los profetas, sino que daba un paso adelante: añadía su propia interpretación, que, en muchas ocasiones, suponía una superación de la ley mosaica. Es decir, se situaba en el mismo nivel de Moisés, lo cual provocó naturalmente escándalo, dado que Moisés era el portavoz del mismo Dios para el pueblo escogido. En el «Sermón de la Montaña», que leemos en Mateo, esta autoridad de Jesús, situándose por encima de Moisés al interpretar los preceptos de la ley, queda perfectamente plasmada en la contraposición utilizada por Jesús: «Habéis oído que se os dijo […] pero yo os digo». Tal modo de enseñar revela que Jesús se sentía investido de una autoridad que superaba la de Moisés. Así lo reconoce J. Neusner en su libro Un rabino habla con Jesús. Resumiendo cuál es la clave de la enseñanza de Jesús, J. Ratzinger dice: «La centralidad del Yo de Jesús en su mensaje, que da a todo una nueva orientación» (Jesús de Nazaret, primera parte, p.135). La autoridad de Jesús, en realidad, radica en su propia persona, en su conciencia de ser Hijo de Dios y su enviado, que enseña no solo con palabra, sino con obras. Así, en el Evangelio de hoy, Jesús realiza la curación de un poseso que gritaba contra Jesús porque había venido a destruir el poder del mal. Después de curarlo, los testigos del milagro afirman: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen» (Mc 1,27). Es claro, en este comentario de la gente, que la enseñanza de Jesús es nueva, no solo por sus contenidos, sino por la autoridad que la respalda con su poder milagroso. Como sucede con la curación del paralítico curado en Cafarnaún, el milagro de Jesús refrenda su capacidad para perdonar los pecados, que es propia y exclusiva de Dios. Estas consideraciones sobre la «novedad» que aporta Cristo en su enseñanza y en su modo de actuar explican el impacto que produjo su persona entre sus contemporáneos y sus propios discípulos que se preguntaban: ¿Quién es este? Esta cuestión se halla en el centro de los tratados cristológicos. Sin decirlo expresamente, Jesús ha respondido a esta pregunta mediante circunloquios que le sitúan en el ámbito de Dios, en la unidad con aquel a quien llama Padre. Esta conciencia de ser Hijo de Dios explica la novedad en todo lo que hace: puede hablar en su nombre, interpretar la ley, hacer milagros y, sobre todo, entregar su vida a favor de los hombres en su muerte y resurrección. El modo de hablar de Jesús sobre sí mismo revela su identidad y nos abre las puertas de su propia conciencia. Sus obras, por otra parte, dan testimonio de que su enseñanza es verdadera porque hace lo que dice con plena autoridad. La curación del poseso muestra sobre todo que su poder está por encima del mal, al que ha venido a vencer. Por eso, el espíritu inmundo, al ver a Jesús, reconoce su poder y su identidad: «¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios» (Mc 1,24). La novedad de Jesús es, en realidad, él mismo. Su persona encarna el reino que trae y la salvación que ofrece a los hombres. No es un profeta más, ni siquiera el que esperaba Israel, según la promesa de Moisés. Jesús supera las profecías y trasciende los esquemas del Antiguo Testamento. En su persona ha comenzado el tiempo definitivo porque solo él puede decir: «Mira, hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21,5). + César FrancoObispo de Segovia