Entre los males morales de nuestro tiempo, la corrupción aparece como uno de los más detestables. Se ha convertido en clave para discernir al verdadero político que aspira gobernar a su pueblo, y a todo el que ostente un cierto liderazgo social, cultural y espiritual dentro de la sociedad. Los casos de corrupción que saltan continuamente a la opinión pública ponen de relieve hasta qué punto es frecuente que el hombre se deje corromper por el dinero y qué prestos somos a juzgar y condenar tales comportamientos, que son ciertamente detestables. En la doctrina social de la Iglesia se ha denominado «estructuras de pecado» a las actitudes que se oponen a la voluntad de Dios y al bien del prójimo y que, arraigadas en el pecado personal, llegan a hacerse crónicas en el comportamiento humano. Juan Pablo II, en su encíclica Sollicitudo Rei Socialis, apunta a dos de estas estructuras que parecen ser las más características: «el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: “a cualquier precio”. En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas sus posibles consecuencias. Ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran —en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra» (n. 37). La raíz de estas estructuras de pecado que afectan tan negativamente a la sociedad está siempre en el pecado personal. Las estructuras en cuanto tales no pecan; pecamos los hombres, capaces de generar estructuras pecaminosas. De ahí que todo hombre esté expuesto a caer en el pecado de sus semejantes, como bien decía san Agustín: No hay pecado que cometa un hombre que no pueda cometerlo su semejante si la gracia de Dios no le sostiene. Todos podemos abrir el corazón a la corrupción, si como dice Jesús en el evangelio de hoy, no somos fieles en lo poco. Y añade: «El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco; también en lo mucho es injusto». La corrupción tiene sus pasos, su progreso. El mal tiene sus grados: se empieza por poco hasta que uno se ve arrastrado al abismo por una inercia imparable, que tiene su ejemplo en lo que Jesús llama «el dinero de iniquidad». Lo más grave de la corrupción, y me refiero ahora a la económica (aunque no puede separarse de la moral general), es que se juega con el dinero ajeno, con el que está destinado al bien común, al progreso de la sociedad y, de modo especial, de los más pobres. Se trata de una injusticia social gravísima, un atentado al bien común. Y el pecado consiste, no sólo en el hecho en sí —quedarse con lo que a uno no le pertenece—, sino en querer compatibilizarlo con una moral religiosa imposible de justificar. «No se puede servir a Dios y al dinero», sentencia Jesús en el evangelio de hoy. O se sirve a uno o al otro. Se amará a uno y se odiará a otro. Es imposible servir a los dos. En el evangelio de hoy, Jesús nos invita, a vivir la astucia de los hijos de la luz, fijándonos en el comportamiento de un administrador infiel, que actuó injustamente, con la astucia de las tinieblas. Se sirvió del dinero ajeno para asegurarse un futuro feliz. Las estructuras de pecado sólo se vencen, dice Juan Pablo II, «con la ayuda de la gracia divina, mediante una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a “perderse”, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a “servirlo” en lugar de oprimirlo para el propio provecho» (SRS 38). + César Franco Martínez Obispo de Segovia