Secretariado de Medios

Secretariado de Medios

El día dieciocho de enero comenzaba la semana de oración por la unidad de los cristianos que concluye con la fiesta de la conversión de san Pablo, el día 25. La importancia que la Iglesia da a la unidad de los cristianos —lo que llamamos ecumenismo— responde a la ferviente súplica que Jesús dirige al Padre en la última cena: que todos seamos uno. Jesús intuyó que su Iglesia sufriría desde sus comienzos los desgarrones de la división, la herejía y el cisma. Ya en los escritos del Nuevo Testamento encontramos llamadas a la unidad provocadas por las divisiones entre los cristianos. «He oído —escribe Pablo a los corintios— que cuando se reúne vuestra asamblea hay divisiones entre vosotros» (1Cor 11,18). Estas divisiones aparecen en la primitiva Iglesia de Jerusalén entre los cristianos de lengua aramea y griega y en las disputas que provocaron la convocatoria del Concilio de Jerusalén para determinar si los paganos debían circuncidarse o no. La imagen idílica que a veces se tiene de la Iglesia primitiva se derrumba enseguida si leemos detenidamente el Nuevo Testamento. La aspiración a ser un solo corazón y una sola alma chocaba con los obstáculos típicos de la condición humana: errores en la doctrina, afán de protagonismo, división en la asamblea al olvidar que ni Pablo, ni Pedro ni Apolo han sido los protagonistas de la redención, sino sólo Cristo. Se entiende, pues, que Jesús pidiera al Padre la unidad de todos los suyos.
Interesa subrayar que esta unidad no es un falso pacifismo que guarda las formas de la convivencia mientras el corazón se aparta de la verdad revelada y de la comunión efectiva de todos en Cristo. Sólo la unidad en Cristo hace posible que el mundo crea, según dice el mismo Jesús: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21). Sabemos bien que, cuando la sociedad nos contempla divididos, esgrime este hecho como argumento para no unirse a los cristianos. De ahí que la Iglesia, desde el Concilio Vaticano II, esté realizando, a través del ministerios de los Papas y del trabajo de muchos cristianos, una labor ecuménica de primer orden. Desde el abrazo del papa Pablo VI con el patriarca griego Atenágoras han sido muchos los encuentros dirigidos a buscar la unidad. El papa Francisco ha repetido con frecuencia que la unidad es un don del Espíritu, artífice de la comunión eclesial. Pero el Espíritu se mueve con mediaciones humanas en las que todos entramos cuando sabemos mirar a los cristianos de otras confesiones y comunidades cristianas como hermanos nuestros que aspiran a recitar el mismo Credo y celebrar la única eucaristía.
Tampoco debemos olvidar que la unidad de la Iglesia sufre ataques internos dentro de la Iglesia católica cuando ponemos en entredicho verdades de fe o nos apartamos de la Tradición católica interpretada por el Magisterio de la Iglesia. Las críticas internas y públicas a la Iglesia, a los contenidos de la fe revelada, y la falta de adhesión al Magisterio del Vicario de Cristo, en cuestiones de fe y de moral, minan lenta pero eficazmente la comunión eclesial. También si descendemos a las comunidades cristianas y parroquias, encontramos el germen de división, que el enemigo siembra gustosamente en el campo de la Iglesia: críticas, murmuraciones, alejamiento de la comunidad son signos de un espíritu de orgullo y soberbia que nos impide reconocer que en la Iglesia toda reforma empieza por uno mismo y su adhesión a Cristo, por la conversión diaria y por el amor al Cuerpo de Cristo del que todos nosotros somos miembros.

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

 

Desde hace más de 50 años, la Iglesia celebra a mediados de enero la semana de oración por la unidad de los cristianos. Por desgracia, los avatares históricos han separado a los cristianos en distintas confesiones, lo que ha supuesto en tiempos pasados muchos conflictos de todo tipo. A lo largo del siglo XX, todas ellas (católicos, protestantes y ortodoxos) dialogan y avanzan en la recuperación de la unidad en torno a un origen y una fe comunes. La labor hecha por los tres últimos papas, desde Juan Pablo II hasta hoy, junto a la de otros líderes religiosos, ha sido muy provechosa. El ecumenismo, que es como se llama este movimiento de acercamiento y restauración de la unidad, es un camino por el que hay que seguir transitando.
Esta semana especial va desde el 18 al 25 de enero. En Segovia, suele ser la parroquia del Cristo del Mercado la que concentra este espíritu ecuménico, que engloba los actos religiosos y culturales que se promueven en este tiempo. Los principales este año son una celebración ecuménica el viernes 17 a las 20:30 horas y una conferencia de D. Alfredo Abad, presidente de la Iglesia Evangélica Española, el viernes 24 a las 18:30 horas. Su título: “Diaconía, sobre la cuestión social”.
Pero esta vez se añade un acto especial. El sábado 18 se dará a conocer en el Palacio Episcopal, a las 19:30 horas, un libro importante: “Los primeros cristianos, los cristianos orientales -entre el hecho histórico y un verdadero genocidio-“. Su autor es Raad Salam Naaman, católico caldeo originario de Mosul, en Irak, que conoce muy bien la persecución y las dificultades de la minoría cristiana en Oriente Medio. Raad Salam fue condenado a muerte en su país natal. Tras lograr asilo político en el nuestro, obtuvo la nacionalidad española en 1999.
El Obispado de Segovia anima a todos los segovianos a que acudan a la conferencia de Raad Salam Naaman para conocer la realidad de estos cristianos perseguidos por su fe, hermanos que, por la distancia, tenemos olvidados la mayor parte del año.
ORACIÓN POR LA PAZ.
También el día 23, el movimiento de Justicia y Paz, convoca una oración por la paz, que se celebrará en la Iglesia de San Millán a las 20:30 de la tarde bajo el lema “la Paz como camino de esperanza: diálogo, reconciliación y conversión ecológica”, que se enmarca dentro del Mensaje de la Paz que cada primero de año el Santo Padre dedica a la Jornada Mundial por la Paz, en el día de Santa María Madre de Dios.

Secretariado de c

Viernes, 10 Enero 2020 07:32

Bautismo de Cristo y del cristiano.

Aunque el bautismo de Cristo y del cristiano son de distinta naturaleza, están íntimamente relacionados, de forma que, sin el de Cristo, no es posible el de los cristianos. Muchos cristianos confunden la naturaleza de ambos bautismos, porque no entienden que Cristo, el Hijo de Dios sin pecado, baje al río Jordán a ser bautizado por el Bautista junto a muchos otros pecadores. ¿Era pecador Jesús? ¿Necesitaba hacer penitencia por sus pecados? De ninguna manera. Jesús es santo en su naturaleza, sencillamente porque es el Hijo de Dios, Dios mismo. Entonces, ¿por qué bautizarse?
Digamos, como primera observación, que Jesús, al unirse a los pecadores que buscan conversión, muestra de modo simbólico que, asumiendo nuestra naturaleza humana, se ha hecho, en cierto sentido, solidario con el pecado de los hombres. Ha venido a redimirnos y salvarnos de nuestro pecado. Y lo hace apareciendo entre los pecadores como si fuera uno más. De ahí que Juan Bautista, conocedor de la santidad de Jesús, se niegue a bautizarlo.
Pero hay todavía otro aspecto de gran importancia teológica. Jesús, ciertamente, se ha hecho hombre. Su naturaleza humana es, por sí misma, santa, obra del Espíritu que actuó en el seno de María con la fuerza del Altísimo. Así lo dice el ángel Gabriel a María: «El Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dio». La santidad de Jesús reside en su misma persona, la del Hijo de Dios, que, en la plenitud de los tiempos toma nuestra carne. Pues bien, es esta carne asumida —la naturaleza humana de Cristo— la que necesita ser ungida por el Espíritu con el fin de ser para nosotros un cauce eficaz de comunicación de su propia virtud. Cristo es ungido en su naturaleza humana con el Espíritu que nos comunicará a nosotros.
Si contemplamos ahora la escena que narra el evangelio de hoy, veremos cómo se abordan estos dos aspectos del bautismo de Jesús en una unidad armoniosa. Cuando Juan se resiste a bautizar a Jesús porque reconoce que es el mesías enviado por Dios, éste le dice: «conviene que así cumplamos toda justicia». Con esta expresión, Jesús se refiere a la voluntad de Dios que debe cumplir. Dentro de esa voluntad de Dios, está el que Jesús se humille apareciendo como un pecador. Como dice Dionisio bar Salibi, Jesús «acudió a Juan para enseñarnos la humildad». También san Agustín presenta a Jesús como ejemplo de gran humildad, y san Ambrosio reconoce que la justicia de Jesús consiste en haber realizado primero lo que iba a exigir a los demás.
La ratificación de que Jesús es el Santo por excelencia viene dada con la apertura de los cielos, el descenso del Espíritu Santo que se posa sobre él en forma de paloma, y la voz del Padre que dice: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto». Esta teofanía no deja ninguna duda sobre quién es Jesús, el Hijo amado de Dios sobre el que reposa el Espíritu santo capacitando a su humanidad para transmitirnos la gracia de ser hijos de Dios. Por ello, comenzaba este comentario aludiendo a la estrecha relación entre el bautismo de Jesús y el nuestro: gracias a que Jesús fue ungido por el Espíritu en el Jordán, podemos nosotros recibir su unción en el bautismo que él mismo instituye para salvarnos del pecado y de la muerte. Se entiende así que la fiesta del bautismo de Jesús sea un magnífico colofón del tiempo de Navidad. Durante este tiempo, la Iglesia nos habla de un maravilloso intercambio, a saber, que al participar él de nuestra naturaleza humana, se ofrece al hombre la posibilidad de participar de la naturaleza divina. Esto es lo que sucede en el bautismo: también a nosotros el Padre nos considera hijos muy amados al renacer del agua y del espíritu.

 

+ César Franco

 

Esta mañana se ha firmado en la sede del obispado de Segovia, el convenio de colaboración entre ambas instituciones. Han estado presentes D. Angel Galindo , Vicario General en representación del obispado , D. Ramón López Blázquez, alcalde de Sepúlveda, acompañando de la Secretaria de la localidad.
El convenio tiene una duración de treinta años, prorrogables de manera automática si ninguna de las partes denuncia el mismo con una antelación mínima de un año.
La cesión del templo está destinada al desarrollo de las actividades y servicios que ofrece el Museo de los Fueros que se estableció en el inmueble en el año 2006. Se incluye en esta cesión de uso las piezas de arte sacro y objetos litúrgicos depositados en dicho museo y que forman parte de la colección permanente que allí se expone.
El Ayuntamiento se compromete, por su parte, al mantenimiento y reparación del templo, así como a asumir las responsabilidades derivadas de la propia actividad.
De esta manera, la diócesis de Segovia participa activamente en la conservación y puesta en valor de su patrimonio, contribuyendo al desarrollo de la cultura y favoreciendo el mantenimiento de los edificios de carácter histórico y religioso.

Descargar convenio

Las fiestas de Navidad pueden definirse como fiestas de la luz. Desde la claridad que inunda a los pastores, cuando el ángel les anuncia el nacimiento del Hijo de Dios, hasta la estrella que guía a los magos, la Navidad es la manifestación de la luz inefable de Dios que brilla en Jesucristo. Así como en el primer día de la creación, Dios dijo: «Exista la luz y la luz existió», así, al iniciarse la nueva creación con el nacimiento de Cristo, se afirma en el prólogo de Juan: «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo».
La paradoja Cristo, Luz del mundo, es que «la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió». Esta afirmación es una clara referencia a aquellos que, perteneciendo a la casa de Cristo —el pueblo de Israel— no acogieron a Cristo. Por eso, puntualiza el evangelista: «Vino a su casa y los suyos no lo recibieron». Naturalmente no sólo fueron ellos quienes lo rechazaron. Son muchos los hombres que, viviendo en tinieblas, han rechazado la luz. Y muchos también quienes lo han acogido recibiendo así la capacidad de ser hijos de Dios. Porque la luz está íntimamente unida a la vida; es su expresión externa, como afirma el prólogo de Juan: «La vida era la luz de los hombres». Jesús nos trae la Vida eterna y esta vida se manifiesta luminosamente.
La historia de la humanidad, a partir del pecado de Adán y Eva, ha quedado marcada por la oscuridad. Por eso, Isaías anuncia así la llegada del mesías: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tiniebla y sombras de muerte, y una luz les brilló» (Is 9,1). Es evidente que las tinieblas a que alude el profeta no es otra cosa que la muerte que dominaba el mundo, fruto del pecado. La luz que brilla sobre la humanidad postrada en la oscuridad es la Vida misma de Dios manifestada en Cristo. Por eso, cuando san Mateo presenta el ministerio público de Jesús, lo hace citando estas palabras de Isaías para probar con la Escritura que la venida de Cristo, su predicación y llamada a la conversión es el cumplimiento de lo anunciado por el profeta. Cristo es la Vida que ha venido para arrancarnos, con su poderosa luz, de la oscuridad del pecado. Como afirma san Pablo: «El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su Amor» (Col 1,3).
En este tiempo de Navidad, nuestras ciudades, calles y escaparates derrochan luz, luces de colores. Se pretenden así alegrarnos un poco la vida y romper la rutina diaria. Pero, por mucho que iluminemos artificialmente nuestras casa y ciudades, podemos vivir en oscuridad total si olvidamos el mensaje de la Navidad y no permitimos a Cristo que sea nuestra Luz. Para ellos debemos permitir que entre en nuestra morada interior con la luz de su verdad, ahuyente la oscuridad del pecado y convertirnos a nosotros mismos en parte de sí mismo, como dijo a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo». Cuando terminen estas fiestas, se apaguen las luces de colores, y volvamos a la rutina diaria, todo seguirá igual si nuestro corazón no ha sido iluminado por la luz de Cristo. Nos sucederá como a aquellos fariseos que no querían admitir la curación del ciego de nacimiento porque, si la admitían, suponía reconocer que Cristo era la luz del mundo. Jesús les acusa de estar ciegos, por no reconocer el milagro, y añade: «Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos» (Jn 9,38).
Como los magos de Oriente, dejemos que la estrella de Cristo nos guíe hacia él para postrarnos en adoración ante él dándole gracias porque ha disipado las tinieblas del pecado y nos ha conducido al reino de su luz.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

 

 

La familia es sagrada. Con esta afirmación utilizamos dos acepciones del adjetivo «sagrado», recogidas en el Diccionario de la RAE: 1) que tiene relación con la divinidad, y 2) que es digno de veneración y respeto. Para la tradición cristiana, ambas acepciones son inseparables. El hecho de que Dios esté en el origen de la institución familiar, como creador del hombre y de la mujer, la dota de toda veneración y respeto como aparece en los textos que leemos hoy en la fiesta de la Sagrada Familia.
En la creación de Adán y Eva, Dios ha dejado su huella divina, de manera que en la unión de ambos se refleja la misma comunión que existe entre las personas de la Trinidad. La familia, instituida en la creación, merece un respeto sagrado. En este plan de Dios, es perfectamente lógico que, al enviar a su Hijo a la tierra, lo hiciera nacer en el seno de una familia, que se convierte en el paradigma e icono visible del plan de Dios. La fiesta de la Sagrada Familia nos recuerda que en la familia está la fuente de la vida, el refugio frente a todo desamparo y soledad, el lugar donde crecemos como personas, la escuela que enseña el respeto y la sociabilidad con nuestros semejantes, empezando por nuestros padres y hermanos. La familia es el ámbito donde somos amados por lo que somos y donde aprendemos que la vida tiene sus edades —infancia, madurez, vejez— con sus propios valores y necesidades que no podemos eludir de manera egoísta. Tal es el respeto que exige la familia que, según el libro del Eclesiástico, la honra a los padres será tenida en cuenta para salvarnos de los pecados cometidos y Dios «deshará tus pecados como el calor la escarcha» (Eclo 3,15).
El Papa Francisco nos ha recordado que «la familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja […] no procede del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una unión de vida total» (EG 66).
Recientemente, el papa ha recordado también la importancia que tienen los ancianos en la familia, dado que con frecuencia son marginados de manera dolorosa y dramática. El envejecimiento de la población hace que debamos atender con recursos materiales y espirituales a nuestros mayores, acogiéndolos con afecto y escuchándolos con interés dado que constituyen una «estación de diálogo» (Papa Francisco), en la que los adultos y jóvenes pueden aprender la experiencia acumulada de la vida. Los poderes públicos deben atender a la familia en todos sus aspectos y respetar sus derechos inalienables que nacen de su misma naturaleza. No se puede caer en la contradicción de defender por una parte la institución familiar y, por otra, atentar contra sus derechos que todo estado debe salvaguardar como célula básica de la sociedad: el derecho a la vida y a una muerte digna, el derecho a la libertad de educación y a la formación integral de la persona, el derecho al trabajo y a una vivienda digna y tantos otros que hacen de la familia una realidad sagrada, instituida por el Dios Creador.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

 

Viernes, 20 Diciembre 2019 07:43

El Enmanuel es Jesús.D. IV adviento

En la Biblia Dios recibe muchos nombres y apelativos. Es el Creador, el Salvador y Redentor, el Rey y Pastor de Israel. En razón de su misericordia, es «Dios de ternura y compasión», que protege a huérfanos, viudas y emigrantes. Es Remunerador de vivos y muertos, el Juez inapelable y Señor de todos los pueblos. Por su acción en la historia de Israel es el «Dios de nuestros padres», al que rinden culto todas las generaciones. Y, por su capacidad de recrear el universo, es el Dios de la vida, el que hace fecundos los senos estériles y resucita a los muertos.
Al revelarse a Moisés, Dios se ha nombrado a sí mismo: «Soy el que soy», fórmula que sintetiza el nombre propio de Dios: Yahveh. Dado que el nombre de Dios representa su naturaleza, el pueblo judío evita pronunciar su nombre usando otros apelativos. Así salvaguarda su trascendencia y santidad. En cierto sentido es el innombrable.
Además del sentido trascendente del nombre de Dios, hay otro nombre que revela su participación en la vida de los hombres. Aparece en la liturgia de este cuarto domingo de Adviento, en la lectura de Isaías y en el pasaje del evangelio de Mateo que narra la revelación a José de la identidad del hijo que María lleva en su seno. Es el «Enmanuel», que significa «Dios con nosotros». El profeta Isaías anuncia al rey Acaz que Dios le dará un signo de que Dios estará con él frente a sus enemigos: «Mirad —dice el profeta— la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombra Enmanuel» (Is 7,14). Estas son precisamente las palabras que Mateo utiliza cuando José recibe en sueños el mandato divino de recibir a María en su casa pues la criatura que vive en ella procede del Espíritu Santo. Lo que acontece en María, la virgen de Isaías, es el cumplimiento de la promesa hecha al rey Acaz: Dios se hace el Enmanuel, el Dios con nosotros. Con este nombre, podemos decir que Dios deja de ser innombrable y trueca su trascendencia en una cercanía palpable y visible entre los hombres. Dios se hace nombrar con un nombre nuevo para decirle al hombre que no esta solo. Como dice el Papa Francisco, en su carta sobre el significado y el valor del belén, «Dios no nos deja solos, sino que se hace presente para responder a las preguntas decisivas sobre el sentido de nuestra existencia: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Por qué nací en este momento? ¿Por qué amo? ¿Por qué sufro? ¿Por qué moriré? Para responder a estas preguntas, Dios se hizo hombre. Su cercanía trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos atraviesan las tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1,79)».
El ángel, sin embargo, no sólo dice que el hijo de María es el «Enmanuel», sino que, además, ordena a José que le imponga el nombre de Jesús, «porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). El evangelista explicita el significado del nombre Jesús (que procede de la misma raíz hebrea que Yahveh), para que sus lectores comprendan que el hijo de María, la madre del Enmanuel, es el «Dios que salva», el Dios que inició su obra en la creación del mundo, el que intervino en la historia llamando a Abrahán, a los patriarcas y profetas, el que dirigió los destinos de Israel a través de jueces y reyes, el Dios de ternura y misericordia que, movido por la compasión hacia el sufrimiento de su pueblo, se reveló a Moisés como «el que soy» y que ahora, en la plenitud de los tiempos, se ha hecho hombre en el seno de una Virgen y se da a sí mismo —pues el ángel actúa en nombre de Dios— el nombre de Jesús. Así llega a su plenitud la historia de la salvación, en este admirable signo que el profeta anunció al rey Acaz y que nosotros hemos tenido la dicha de conocer por revelación divina. Esto es Navidad.
+ César Franco
Obispo de Segovia

 

 

 

Además de las ocho bienaventuranzas que conocemos por el evangelio de Mateo, existen otras pronunciadas por Jesús, que salpican los relatos evangélicos y forman un conjunto de dichos que ayudan al cristiano a vivir la alegría del evangelio. Técnicamente se les llama «macarismos» porque comienzan con la palabra griega «makarios», que significa dichoso, bienaventurado. En este tercer domingo de Adviento tenemos precisamente uno de esos dichos, que resulta un tanto enigmático.
Para comprenderlo bien, es preciso tener en cuenta el contexto en que se halla. Juan Bautista, que estaba encarcelado, recibió noticias del modo en que Jesús se presentaba como mesías, muy distinto del que se esperaba en Israel, y envió a dos de sus discípulos para que le preguntasen si era él el mesías que había de venir o tenían que esperar a otro. Jesús no responde a los emisarios de Juan de modo abstracto, ni con teorías sobre el mesías, sino se remite a los hechos que hace y a sus palabras. Y lo hace citando al profeta Isaías, cuyo texto leemos hoy en la primera lectura: «Los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí» (Mt 11,5-6).
Jesús sabe que su modo de actuar y su enseñanza pueden resultar escandalosos para quienes esperan un mesías revestido de poder político y social, un líder que liberaría a Israel del sometimiento al poder de Roma. Jesús es un mesías manso y humilde de corazón, que predica la misericordia y el perdón y va en busca del hombre descarriado. Este modo de proceder, tan distante del mesías poderoso y severo que el pueblo esperaba, hizo que muchos se escandalizaran de él. Si leemos detenidamente los evangelios, descubriremos que la enseñanza de Jesús resultó escandalosa para los dirigentes del pueblo de Israel, como también escandalizó su trato con pecadores y publicanos. Por eso, Jesús añade a los signos que presenta el profeta Isaías sobre las curaciones milagrosas una frase novedosa: «Los pobres son evangelizados». ¿Quiénes son estos pobres? ¿Por qué el hecho de recibir el evangelio puede suponer motivo de escándalo? En este contexto, «pobre» es sinónimo de pequeño, desamparado, incluso despreciado por los que se consideraban justos y «ricos» ante el Señor. Son los pecadores a quienes Jesús les presenta la buena nueva del Reino invitándoles a la conversión y a dejarse amar por Dios. Sabemos que Jesús «escandalizó» cuando se acercó a los pecadores y convivió con ellos; cuando anunció que venía a perdonar pecados; cuando amplió el mandamiento del amor a los enemigos; cuando habló de seguirle posponiendo el amor a los padres y familiares e incluso a uno mismo. Esta enseñanza y los gestos que la acompañaban no encajaban en la imagen del mesías esperado. De ahí que Jesús, después de haber añadido la novedad de que los pobres eran evangelizados, afirmó: ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí! Con esta frase, Jesús quiere sugerir a Juan Bautista (o a quienes le seguían), que deben abandonar las dudas sobre si es o no el mesías y aceptar la imagen del mesías que él encarna.
Hoy día, muchos se escandalizan también de Jesús cuando, ante la novedad de su enseñanza y de su forma de vivir, se resisten a aceptar la radicalidad evangélica pensando que es una utopía o una doctrina impracticable. «Duro es este lenguaje», vienen a decir como aquellos que se escandalizaron de Jesús cuando anunció la eucaristía. O como quienes pedían que Jesús bajara de la cruz y salvara este mundo con medios más «eficaces». En realidad, escandaliza que Dios se haga pobre en un pesebre y se anonade en la cruz.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

Martes, 10 Diciembre 2019 12:57

Revista diocesana. Diciembre 2019

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Martes, 10 Diciembre 2019 07:37

Dios gana la partida.

La solemnidad de la Inmaculada Concepción de María pone de manifiesto el triunfo de Dios sobre el mal. Podemos decir que Dios le gana la partida a Satanás, cuando en el paraíso hizo caer a nuestros primeros padres. La imagen de Adán escondiéndose entre los matorrales cuando Dios le llama, apelando a que estaba desnudo, es muy significativa de lo que es el pecado: «Me dio miedo porque estaba desnudo y me escondí». El pecado ha roto la relación de Dios, que, sin embargo, sigue buscando al hombre: «¿Dónde estás?»
Después de la caída, Dios no se da por vencido. Ha creado al hombre en gracia y belleza esplendorosa. Dios no ha introducido el pecado en el mundo, sino Satanás. Por eso, después de castigar a la serpiente, a Eva y Adán, Dios anuncia lo que se ha llamado el «protoevangelio»: el primer anuncio de la buena noticia. La mujer y su descendencia que, según Dios, aplastará la cabeza de la serpiente no es otra sino María, la Madre de Jesús. En el horizonte dramático de la caída y del castigo, aparece ya la mujer que, en el evangelio de Lucas, es presentada con una hermosa palabra griega que significa «llena de gracia», «colmada de gracia y de belleza», belleza y gracia en que fueron creados nuestros primeros padres para poder tener una relación directa y amorosa con Dios. Dios no se ha dejado vencer por el maligno, adversario del hombre y padre del pecado y la mentira. Dios le ha ganado la partida.
Cuando, al cabo de los siglos, el ángel Gabriel sea enviado a Nazaret, para anunciar a María que será la Madre de Dios, se encuentra con una mujer nueva, enriquecida con todos los dones de Dios. Es la «llena de gracia». Esta expresión indica que no existe nada en María que no esté impregnado por la gracia de Dios. Es la Inmaculada, la sin mancha de pecado. Aunque la Iglesia ha tardado en definir solemnemente este dogma, no ha sido por falta de fe en el mismo, sino porque lo veía ya confesado en el calificativo de «llena de gracia», como han reconocido siempre nuestros hermanos de Oriente. La mujer, cuya descendencia es Jesús, no es un ser de otro mundo fantástico o etéreo. Pertenece a nuestra raza. Tiene nuestra misma carne, y, como todos nosotros, ha sido salvada por Cristo antes de que el pecado original dejara su mancha en ella. Por eso, Dante la llama, «hija de tu hijo», porque, siendo su madre, le debe la gracia de que está revestida. Lo que perdieron Adán y Eva, la santidad original, se ha recuperado en ella por obra de Dios que la preservó del pecado en orden a ser madre de Jesús, el Hijo de Dios.
María no huye de Dios. Se sobrecoge ante el saludo del ángel. No se esconde cuando Dios la llama. Responde con humildad y con plena disponibilidad. Son las actitudes sin las cuales no sería Inmaculada. Al confesarse sierva de Dios muestra que reconoce el señorío de Dios en su vida en contraste con Eva y Adán que quieren ser dioses, engañados por el maligno. La humildad nos protege de todo orgullo y soberbia, fundamentos del pecado. María reconoce su pequeñez de esclava ante el Altísimo. Al mismo tiempo, manifiesta su total conformidad con la voluntad de Dios y su disponibilidad para que en ella se cumpla el plan de Dios. Su alma es purísima porque en ella no hay resquicio alguno de búsqueda de sí misma, sino que se conforma con el querer de Dios haciéndose pura docilidad.
Lo que Dios ha hecho con María es el mismo plan que quiere hacer en nosotros. Por eso, dice san Pablo que también nosotros hemos sido destinados a ser «santos e inmaculados por el amor». Dios quiere consumar este plan en cada uno de nosotros. De ahí que la «Inmaculada» sea el espejo donde brilla nuestro destino. Basta mirarnos en él.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia