En su obra Paradojas y nuevas paradojas, Henri de Lubac dedica un capítulo al tema de la «vida espiritual» de donde recojo este pensamiento: «Los cadáveres espirituales permanecen más tiempo agostados que los cadáveres temporales antes de la descomposición. Pero no por eso son menos cadáveres». La descomposición física es un proceso rápido, ciertamente. La espiritual puede durar toda una vida, lo que haría del hombre un cadáver viviente. El hombre sin Espíritu carece de lo que Jesús llama Vida. He escrito con mayúsculas las palabras Espíritu y Vida porque no me refiero al espíritu propio de su condición humana. Tampoco la Vida de la que habla Jesús es la meramente física. Al hablar de Espíritu y Vida, Jesús se sitúa en un orden nuevo, el que ha establecido por su Resurrección de entre los muertos. San Pablo, en una admirable síntesis teológica, define a Cristo como «Espíritu vivificante» (1 Cor 15,45) y lo contrapone al primer hombre, Adán, que sólo era «alma viviente». ¡Magnífico contraste! Para que el hombre viviera, Dios le insufló al barro, dice el Génesis, un «aliento de vida». El pecado dejó al hombre postrado en la muerte. De ahí que Cristo, al resucitar, sople sobre los apóstoles para que reciban el Espíritu de la Vida y de la inmortalidad. Es la acción de Cristo el día de su resurrección, como proclama la liturgia de la fiesta de Pentecostés que celebramos. La lógica de la fe cristiana es aplastante. Sólo Cristo, que asumió nuestra carne en la encarnación, puede devolver a la carne la vida que había perdido, sin la cual el hombre no puede aspirar a la incorrupción después de la muerte. En su último poemario, titulado Desde otras soledades me llamaron, el gran poeta Carlos Murciano cita estas palabras de Nikos Kazantzakis que son, en cierto sentido, una clave de lectura del libro: «Qué pena que los ojos de arcilla de los hombres no pueden ver las cosas invisibles». Yo diría que el Espíritu otorgado por Jesús en su Resurrección nos permite ver, incluso con nuestros ojos de arcilla, las realidades invisibles; nos permite vernos a nosotros mismos como hombres portadores del Espíritu y superar la dramática tensión que experimentamos entre el espíritu y la carne, que siempre están en lucha. La arcilla del hombre está invadida, gracias al soplo del Señor resucitado, del Espíritu de Dios, que es portador de la Vida. Para que esto sucediera, Cristo asumió la carne humana, vivió y padeció en ella, y, finalmente, la glorificó convirtiéndola en el cauce de la Vida. Insisto: es la lógica irrefutable de la fe cristiana. San Juan Pablo II en su encíclica sobre el Espíritu Santo —Dominum et Vivificantem— nos ha dejado un bello cántico a la esperanza para una sociedad marcada por la trágica cultura de la muerte, cuyos signos son fácilmente perceptibles. Dice el Papa que el Espíritu Santo es el que nos ayuda a resolver la tensión entre el espíritu y la carne —la vida y la muerte— , que luchan en el interior de cada hombre. Pero, junto a esta dimensión individual de la lucha interior, existe otra dimensión externa, social, que nos sobrecoge cada vez que la muerte se impone sobre la vida y busca sembrar la desesperanza nacida de la negación de Dios. Se trata de la resistencia y oposición al bien que adquiere diversos rostros: la carrera de armamentos, el ataque frontal a la vida, el terrorismo irracional, y toda violencia que busca destruir al hombre. El Espíritu viene en ayuda de la fragilidad del hombre para vencer el mal en sí mismo y en la sociedad. Pentecostés es la gran fiesta de la esperanza porque sabemos que la Vida ha vencido a la muerte y el Espíritu es superior a la carne. + César Franco Obispo de Segovia.