El hombre es un ser dotado de razón. Gracias a ella podemos relacionarnos con el mundo y con los hombres de forma verdadera, porque la razón apunta a la verdad de las cosas, aunque a veces nos cueste reconocerla. Con frecuencia es duro o difícil aceptar la verdad. Entonces tenemos dos caminos: abrirnos a ella humildemente porque las cosas son como son; o dar la espalda a la verdad construyéndonos nuestro propio mundo. Hoy está de moda, precisamente, la deconstrucción de la realidad objetiva y construir la que subjetivamente me conviene. Quiere decir que el peligro de ser razonable es dejar de serlo. En el evangelio de este tercer domingo de Pascua, Jesús se aparece de nuevo a los apóstoles para conducirles a la fe en su resurrección. No era la primera vez que se aparecía, pero, aún así, no estaban dispuestos a creer. En esta nueva aparición, los apóstoles, llenos de miedo, creen ver a un fantasma. Para conducirles a la verdad, Jesús da tres pasos. El primero es mostrarles las manos y los pies para que vean que es él mismo «en persona». Las manos y los pies portaban las señales de los clavos, el signo de su identidad. El segundo paso es invitarles a que le toquen porque un fantasma no tiene carne ni huesos como él tenía. ¿Puede haber algo más real que lo que tocamos con nuestras propias manos? En ese momento, el miedo ha dado paso a la alegría, pero incluso esta les impide creer, como dice el evangelista. Pensarían quizás que sufrían una enajenación colectiva, una especie de ilusión mística. Entonces Jesús da el tercer paso y pregunta si tienen algo que comer. Le ofrecieron un trozo de pez asado, que tomó y lo comió delante de ellos. Su pedagogía había llegado al final. Fue entonces cuando les abrió la inteligencia para que comprendieran lo que había sucedido. De todo ello les había hablado Jesús cuando vivió con ellos. Les había explicado su destino, conforme a lo dicho por los profetas. Pero no habían entendido. Los apóstoles, como todo hombre, contaban con la razón. Pero les faltaba leer en el interior de la realidad (eso significa entender), abrirse totalmente a la verdad que sucede en la historia, ante nuestros propios ojos. Tenían a Jesús delante, pero creían ver un fantasma; lo tocaban, pero dudaban; comía delante de ellos y no llegaban a creer. Fue necesario que Jesús les abriera la inteligencia. La fe es una gracia de Dios. Pero es una gracia que se otorga a seres inteligentes. Dios viene en ayuda de nuestra necesidad para abrirnos horizontes más amplios que los contemplados por los sentidos físicos, incluso por la razón. Dios respeta siempre al hombre, dotado de razón y libertad. Le da las pruebas suficientes para entender la realidad en su totalidad, pero es preciso que el hombre se abra a una inteligencia del espíritu que va más allá de lo meramente material. Un árbol siempre será un árbol, pero puede ser entendido de manera distinta por alguien que ha descansado a su sombra en una tarde calurosa, que por otro que lo ve como un árbol más. Dice el evangelista que Jesús abrió la inteligencia de los apóstoles porque quería hacer de ellos testigos de todo lo que había ocurrido con él según las profecías. «Vosotros sois testigos de estas cosas», les dice al final de su aparición. El cristiano tiene que acostumbrarse a indagar con la razón los secretos íntimos de la realidad, su nivel más profundo y escondido. Una mirada superficial y ligera no es propia del hombre. Significa quedarse en el nivel más sensible de las cosas. La inteligencia va siempre más allá: pregunta, indaga, busca. Y sabe leer la presencia del Ser que sostiene el mundo y deja ver los signos inequívocos de su actuar en él. Sólo así será testigo de lo que sucede. + César Franco Obispo de Segovia