Ha sorprendido en algunos medios que el Papa Francisco haya dedicado una exhortación apostólica –Gaudete et Exultate- a la santidad en el mundo actual. En realidad, desde que fue elegido Sucesor de Pedro no ha dejado de hablar de ella, porque nos ha remitido siempre al Evangelio, cuyo núcleo es la santidad. En el tiempo de Pascua, la invitación a ser santos recoge la enseñanza de Jesús en este domingo que nos pide permanecer en él. Quien permanece en Cristo se hace como él y da frutos de vida. No debería sorprender que Francisco se situara en la teología del Concilio Vaticano II con su llamada a la santidad de todo cristiano sin excepción. El capítulo V de la Lumen Gentium se titula precisamente «vocación universal a la santidad en la Iglesia». El Papa recoge esta enseñanza para decirnos que la santidad no es para unos pocos, sino para todos, sea cual sea la condición del bautizado. Somos los santos «de la puerta de al lado», es decir, los que viven codo a codo con la gente del barrio, del trabajo, de la empresa. Santos llamados a ser «más vivos, más humanos», al alcance de la mano. Nos advierte también el Papa de dos peligros actuales que pueden obstaculizar nuestro camino a la santidad: el peligro de una espiritualidad desencarnada, abstracta, que no toca la carne del hombre, y aspira a salvarse por medio del intelecto (gnosticismo); y el peligro del voluntarismo, que pone el éxito de la santidad en el esfuerzo personal, aislado de la gracia. Es el cristiano que se engaña pensando que bastan sus fuerzas para ser santo (pelagianismo). Son dos sutiles enemigos de la santidad. No son nuevos. El gnosticismo se remonta al siglo II después de Cristo. Contra el pelagianismo lucho san Agustín a comienzos del siglo V. El núcleo de la carta del Papa es un comentario precioso de las bienaventuranzas, que subrayan la relación entre ser santo y ser feliz. Francisco recoge la célebre frase de L. Bloy: «Sólo existe una tristeza, la de no ser santo». Y nos invita a vivir contracorriente con las bienaventuranzas que son «como el carnet de identidad del cristiano» y expresan que «quien es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha». La felicidad que irradia el cristiano, cuando vive a la luz de las bienaventuranzas, es contagiosa y ayuda a comprender que los pobres, mansos, limpios de corazón, y misericordiosos, los pacíficos y perseguidos en razón de la justicia revelan el verdadero rostro del hombre que, desde Dios, se proyecta hacia el mundo para renovarlo. Francisco completa su reflexión con lo que él llama «el gran protocolo», el texto del juicio final (Mateo 25), que nos situará a todos ante la exigencia del amor sobre el que seremos juzgados: un amor que descubre a Cristo en el rostro de cuantos sufren. Por último, el Papa dedica su capítulo final a indicar algunas notas de la santidad en el mundo actual, que recuerdan y recogen las exhortaciones morales del Nuevo Testamento: se nos invita a la firmeza de la fe, a la paciencia y a la mansedumbre. Nos presenta la santidad revestida de alegría y buen humor recordando a Santo Tomás Moro, san Felipe Neri y san Vicente de Paúl, modelos de santa alegría. Y subraya la importancia de vivir en comunidad y en oración constante, porque en la comunidad se nos «labra y ejercita» (san Juan de la Cruz), y sin oración es una quimera pretender ser santo. La carta del Papa es una regalo para el tiempo de Pascua. El mejor comentario al misterio de Cristo vivo entre nosotros, que ha resucitado para soplar en nuestra carne su aliento de Vida y hacernos santos como santo es nuestro Padre del cielo. Así lo dice Jesús en el sermón del monte. + César Franco Obispo de Segovia