El pensamiento teológico moderno ha acentuado la importancia del Espíritu en la vida del cristiano. Es comprensible que la espiritualidad cristiana se haya centrado en Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres. Se empobrece, sin embargo, la fe si olvidamos que Cristo ha venido a revelarnos al Padre para mantener con él una relación de hijos. Y esto no sería posible si no hubiéramos recibido el Espíritu Santo, que conduce a la Iglesia desde su inicio hasta su consumación. Marginar al Espíritu Santo de la vida cristiana nos incapacita para ser cristianos. El tiempo que va desde la Ascensión hasta la venida gloriosa de Cristo se llama «tiempo de la Iglesia» o «tiempo del Espíritu». En general, a los cristianos nos cuesta mantener una relación vital con el Espíritu Santo. Quizás, porque, de las tres personas de la Trinidad, sea la más difícil de representar. Del Padre y del Hijo tenemos representaciones accesibles, especialmente del Hijo, que tomó nuestra carne. El Espíritu es representado simbólicamente mediante el viento, el agua, las lenguas de fuego que aparecen sobre la cabeza de los apóstoles en Pentecostés. También influye en esta incapacidad para representarnos al Espíritu el poco valor que la sociedad actual da a «lo espiritual», que ha quedado marginado, privado de consistencia, y reducido a lo que subjetivamente el hombre considera experiencias íntimas, sean o no verdaderamente espirituales. Hablando con propiedad, «lo espiritual» en el cristianismo tiene dos acepciones: la más general se refiere a esa parte de nuestro ser, que, junto a lo material, constituye nuestra identidad: somos seres espirituales. En nosotros, hay «algo» que no se reduce a la materia. La segunda acepción es la más original del cristianismo: lo «espiritual» es todo lo que se refiere al Espíritu Santo recibido en el bautismo, y que desarrolla la vida cristiana en nosotros. Por eso decimos que el cristiano es «templo del Espíritu Santo», pues habita y actúa en nosotros con su fuerza personal. Podemos decir que la historia de la Iglesia es todo lo que el Espíritu Santo ha realizado, con la colaboración de quienes se han hecho dóciles a su inspiración. El desarrollo de la vida de la Iglesia es inexplicable sólo desde la mera sociología. Pentecostés es la acción sobrenatural de Dios en la primitiva comunidad apostólica. Sin esa acción propia y directa de Dios, la Iglesia no habría nacido ni se habría desarrollado. Se explica así que el pecado más grave que puede cometer un cristiano es oponerse a la acción del Espíritu. Y la virtud más típica del cristiano es la docilidad al Espíritu. Hace no muchos días, un periodista de brillante pluma publicaba un valiente artículo, en el que alertaba del olvido de la «dimensión trascendente que nos diferencia de las bestias y vuelve nuestras vidas sagradas». Afirmaba que «sin espiritualidad carecemos de sentido». A eso nos ha llevado expulsar a Dios «de las aulas, de los periódicos, de los programas de televisión, de las conversaciones con los amigos, como si fuera un objeto obsoleto que alguien ha subido al desván». Es un certero juicio de lo que sucede en nuestra sociedad. Llevamos demasiado tiempo pretendiendo arrancar a Dios de la tierra doliente en que vivimos. Y buscando sustituir su presencia con el llamado laicismo —que no laicidad—, como si lo laico estuviera en guerra con lo espiritual y religioso. El realidad el hombre ha querido vengarse de Dios, pero como sucedió en Babel no lo ha conseguido. Se ha hundido en su propia confusión: de lenguas y de conductas. Ha olvidado que existe Pentecostés, es decir, el triunfo del Espíritu sobre la carne. + César FrancoObispo de Segovia.