El dogma de la ascensión de Jesús a los cielos ha sido uno de los más denostados por los críticos de la Ilustración. Si ya los milagros de Jesús se interpretaron como narraciones inventadas para divinizarlo, su ascensión a los cielos rompía los esquemas del racionalismo ilustrado y fue explicada como pura creación literaria. Sirviéndose del lenguaje mítico, los evangelistas habrían presentado a Jesús subiendo a los cielos mientras los bendecía, como dice el evangelio de este domingo. En la tradición judía existían además ejemplos de hombres santos, como Elías y Henoc, que fueron arrebatados al cielo de forma milagrosa. La ascensión de Jesus habría tomado pie de estas tradiciones dando lugar al relato evangélico. No es éste el lugar para exponer los argumentos científicos que rebaten estas teorías ya superadas. Digamos, sin embargo, que los evangelistas no eran tan simples ni ingenuos como para afirmar que Jesús subió, a través de los cielos físicos, como quien viaja por los espacios siderales, para entrar en una morada de este mundo creado. En el lenguaje evangélico, subir a los cielos no significa otra cosa que retornar a Dios. La imagen del cielo como metáfora del lugar donde habita Dios es bien conocida en la literatura bíblica. Jesús, según dice la carta a los Hebreos, ha entrado en el santuario celeste donde habita Dios. Y para dejar claro que tal santuario no pertenece a esta creación, dice que no ha sido hecho por mano humana. Se trata del mundo increado de Dios. Por eso, cuando Jesús habla de su partida, dice sencillamente que vuelve al Padre. Y esto fue lo que experimentaron los apóstoles: que Jesús, después de resucitar de entre los muertos, pertenecía ya al mundo de Dios. Los apóstoles percibieron lo mismo que los discípulos de Emaús: que Cristo desapareció de su vista. La ascensión a los cielos tiene además un significado eclesial. En el relato de los Hechos de los Apóstoles se afirma que cuando los apóstoles se quedan mirando al cielo, unos ángeles les dicen: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros, volverá como le habéis visto marcharse». Los apóstoles comprendieron que, con su partida, Jesús les pasaba el relevo de su actividad. No les había llamado para quedarse mirando al cielo sino para ser testigos de su vida y de su verdad por toda la tierra. Entendieron entonces sus palabras de permanecer unidos en oración esperando la venida del Espíritu que haría de ellos testigos autorizados del Señor. Jesus había terminado su tiempo entre los hombres y, en su partida, iniciaba el tiempo de la Iglesia o tiempo del Espíritu, porque sería éste quien condujera a la Iglesia y fortaleciera él testimonio de los apóstoles. Jesús no se desentendía de la comunidad que había formado, sino que le entregaba las riendas de una historia que se consumará cuando venga de nuevo. La Ascensión de Jesús a los cielos nada tiene que ver con relatos míticos ni leyendas de hombres célebres que son arrebatados al cielo sin pasar por la muerte. Cristo padeció la muerte y la venció. Resucitó y volvió al Padre. Al retornar al Padre, Cristo se lleva nuestra carne. En cierto sentido nosotros subimos con él. Tampoco nosotros somos los mismos. Somos miembros suyos, habitados por su Espíritu, llamados a ser testigos del Resucitado. Muchos piensan que son espirituales por mirar al cielo sin comprometerse con este mundo. Otros miran tanto la tierra que se olvidan de su destino último: el cielo. Unos y otros dejan de lado que Cristo no se ha ido del todo. Permanece en nosotros, su cuerpo, que, como decía Bossuet, peregrina en la historia. + César Franco Obispo de Segovia