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Sábado, 04 Febrero 2017 09:48

Domingo V (A): Luz y sal del mundo

 

Dice U. Luz que cuando Jesús califica a los cristianos de luz y sal del mundo y nos compara con una ciudad edificada sobre el monte, se refiere «al pueblo cristiano de a pie». La Iglesia es un pueblo con vocación de testimonio público. No hemos nacido para recluirnos en los templos, ni mucho menos en las sacristías. Jesús exhortó a los discípulos a pregonar públicamente, en plazas y azoteas, su enseñanza. Jesús da su doctrina en público. Cuando le preguntan ante el Sanedrín, sobre su predicación, Jesús contesta: «He hablado abiertamente al mundo, y no he dicho nada a escondidas. Pregunta a los que me han oído de qué les he hablado». Esta clara respuesta le valió la bofetada de un esbirro.

Después de Pentecostés, los apóstoles salieron a la plaza pública y proclamaron con libertad el Evangelio, que se fue extendiendo por la valentía de quienes estaban convencidos de su verdad. Aprovechaban cualquier ocasión para hablar y dar testimonio, como les había ordenado Jesús. Esta gozosa y valiente libertad, denominada en griego parresía, partía del convencimiento de que el Evangelio es la Verdad que salva, que todo hombre tiene derecho a conocer. Cuando san Pablo se convierte al cristianismo, su táctica consiste en dirigirse a las grandes ciudades donde circulaban las ideas filosóficas y religiosas de su tiempo para contrastar con ellas el Evangelio y lo hacía públicamente en las sinagogas, en los foros, y en el Areópago de Atenas. Justino, gran filósofo convertido al cristianismo, no abandona su oficio, sino que en lugar de enseñar mera filosofía, empieza a enseñar filosofía cristiana. Su escuela se abarrotó de alumnos, lo que provocó la envidia del cínico Crescencio, quien le denunció ante los tribunales y murió mártir.

A la luz de estos y otros testimonios, comprendemos el significado de los cristianos como luz y sal del mundo. Y, sobre todo, la insistencia de Jesús a no esconder la luz ni dejar que la sal se torne insípida. En momentos difíciles de la vida de la Iglesia y de la sociedad, el peligro del cristiano es ocultarse, disolverse en la masa, perder su identidad y pasar como anodinos en un mundo que nos necesita como la luz y la sal. Acomodarse al mundo, o, como dice el Papa Francisco, permitir que la mundanidad espiritual nos invada, es lo mismo que renunciar a la fe. Sorprende que esto suceda en sociedades que alardean de democráticas, en las que la libertad de expresión y el derecho a defender las propias convicciones ha llegado a ser un «dogma» inquebrantable. ¿Es que hay miedo al debate de las ideas? ¿Es que para defender lo propio debemos amordazar lo ajeno? ¿O es que molesta que Cristo haya definido claramente la vocación cristiana como luz y sal del mundo? Desde una óptima no cristiana, puede parecer pretenciosa esta afirmación, e interpretarse como si los no cristianos no aportasen ni sal ni luz a este mundo. Nada más alejado de la intención de Cristo llegar a estas conclusiones. Pero las palabras del Señor son claras para quienes le siguen: en realidad son una llamada a vivir siempre en Cristo, Luz del mundo, y a dar sabor a las realidades temporales mediante el testimonio irrenunciable de la Verdad. Quienes han entendido esto, han preferido el martirio a la insipidez de la sal que se tira y se pisa. No hay que olvidar que las imágenes de la luz y la sal, vienen, en Mateo, después de las bienaventuranzas, la última de las cuales dice: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa». Cristo pone a los suyos ante una consecuencia natural del seguimiento: «Un discípulo no es más que su maestro ni un esclavo más que su amo».

+ César Franco

Obispo de Segovia

Published in Tiempo Ordinario