El pensamiento teológico moderno ha acentuado la importancia del Espíritu en la vida del cristiano. Es comprensible que la espiritualidad cristiana se haya centrado en Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres. Se empobrece, sin embargo, la fe si olvidamos que Cristo ha venido a revelarnos al Padre para mantener con él una relación de hijos. Y esto no sería posible si no hubiéramos recibido el Espíritu Santo, que conduce a la Iglesia desde su inicio hasta su consumación. Marginar al Espíritu Santo de la vida cristiana nos incapacita para ser cristianos. El tiempo que va desde la Ascensión hasta la venida gloriosa de Cristo se llama «tiempo de la Iglesia» o «tiempo del Espíritu».
En general, a los cristianos nos cuesta mantener una relación vital con el Espíritu Santo. Quizás, porque, de las tres personas de la Trinidad, sea la más difícil de representar. Del Padre y del Hijo tenemos representaciones accesibles, especialmente del

 

Los cristianos confesamos en el Credo que Jesús subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Son dos imágenes que no pueden interpretarse literalmente, porque el cielo al que sube Jesús no es el que contemplamos sobre nuestras cabezas ni el Padre tiene derecha e izquierda como si fuera un ser humano. Los evangelistas utilizan imágenes asequibles para visualizar los misterios de la fe. Cuando Jesús habla de su partida de este mundo creado, dice que se va al Padre. Este mundo, por hermoso que sea, es creación de Dios, obra suya. Por la resurrección, Jesús ha trascendido esta creación, ya no está sujeto a las leyes de este mundo ni condicionado por el espacio y el tiempo. Ha entrado para siempre en el mundo de Dios. Antes de encarnarse —dice el prólogo de Juan— estaba junto a Dios, y, resucitado, vuelve a Dios. «Elevarse al cielo» es afirmar que Cristo retorna al Padre como Señor de todo lo creado. Eso significa sentarse a la derecha de

Viernes, 24 Mayo 2019 12:27

La Pascua del Enfermo

El sexto domingo de Pascua celebramos la Pascua del enfermo. El lema de este año toma las palabras de Jesús: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Es una invitación a ofrecer a los demás la salvación de Cristo, don gratuito del Resucitado. Un don que no tiene precio.
Entre los predilectos del Señor y de la Iglesia están los enfermos. Cuando envía a los apóstoles, les dice: «curad enfermos» (Mt 10,8). Y cuando nos juzgue al fin de la historia, incluirá entre los criterios de salvación o condena el de «estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36). Cristo se ha identificado con los enfermos de manera explícita y ha querido situarlos en las prioridades del Reino que anuncia y trae la salvación. De ahí que la Iglesia, desde sus orígenes, los ha distinguido con la oración constante por su salud y la ayuda en su necesidad material y espiritual. Baste recordar que hay un sacramento dedicado a implorar la salud del cuerpo y del alma de los enfermos. Un

Jueves, 16 Mayo 2019 08:05

La señal del amor. D. V. de Pascua.

 

En el evangelio de este domingo Jesús anuncia que le queda poco tiempo de estar con los suyos. Su partida al Padre en la Ascensión es inminente. Sus palabras hablan de la gloria que recibirá del Padre, que es una clara referencia a la resurrección, aunque también la gloria —por paradójico que parezca— se refiere a la cruz. ¿En qué sentido? En la cruz, cuando Cristo sea levantado sobre el madero de la ignominia, revelará el amor que tiene a los hombres dando la vida por ellos. Cuando hablamos de la cruz gloriosa de Cristo confesamos que en ella el amor ha sido enaltecido al grado más alto: no hay amor más grande que el de dar la vida por los demás. Esa es la gloria de Cristo y también la del hombre. Lo entendemos bien cuando alguien ofrece su vida para salvar a otro. Un gesto así vale por sí mismo; no necesita comentarios. Por amar así, y porque el Hijo de Dios no podía quedar sometido al poder de la muerte, Dios lo ha glorificado resucitándolo

Al final de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Panamá, el Papa Francisco animó a decir «sí» con María «al sueño que Dios sembró» en el corazón de los jóvenes. Estas palabras han servido para el lema de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que se celebra en este cuarto domingo de Pascua, tradicionalmente llamado domingo del Buen Pastor. El lema dice: «Di sí al sueño de Dios».
La vocación al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada tiene mucho que ver con el calificativo de Buen Pastor que Jesús se da a sí mismo. La cultura nómada y pastoril que caracterizó durante siglos al pueblo de Israel convirtió la figura del pastor en un símbolo precioso de la ternura de Dios con su pueblo. Dios cuida de su rebaño, conoce a cada una de sus ovejas, las conduce a ricos pastos, venda las heridas que se hacen en el camino y las protege de toda asechanza del enemigo. La ternura de Dios con su pueblo es tan grande que, cuando anuncia la era

Viernes, 03 Mayo 2019 06:32

Una cuestión de amor.D. III de Pascua

El evangelio de Juan termina con el milagro de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades y el examen sobre el amor que Jesús hace a Pedro. Por tres veces le pregunta si le ama, evocando así su triple negación. Pedro, entristecido por la insistencia de Jesús sobre si le ama más que los demás discípulos, termina diciendo: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Al escuchar esta confesión, Jesús le anuncia su muerte: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18).
El destino de Pedro está unido al de Jesús. Pasa por ir adonde no quiere, es decir, a la muerte. La misión que Cristo confía a Pedro —pastorear su iglesia— es la misma de Cristo. Su destino, por tanto, no puede ser diferente, porque no es el discípulo mayor que su maestro. Es imposible apacentar la Iglesia sin el testimonio de la cruz. Pedro fue ceñido

La fe no es un sentimiento irracional. Dotado de razón, el hombre no hace un acto de fe —humana o religiosa— apoyado en su mera subjetividad. La fe no se justifica en uno mismo. Siempre hay algo externo al hombre que posibilita el acto de fe: un acontecimiento, una experiencia, algo que se acoge y percibe fuera de nosotros mismos. Cuando decimos que creemos en alguien, es porque tenemos experiencia de que es digno de fe, creíble. El amor, la confianza, es la base de esta experiencia de fe humana. Se ha dicho que «sólo el amor es digno de fe».
Las apariciones del Resucitado fundamentan la fe de los apóstoles. Fueron actos percibidos por los sentidos. Los racionalistas quieren explicarlas como alucinaciones, autosugestiones. Pero sabemos bien que ellos no creían en la resurrección para convencerse a sí mismos de que Jesús había resucitado. Menos aún, Pablo de Tarso que perseguía a los seguidores de Cristo. Para superar este obstáculo, se recurre a una

Miércoles, 17 Abril 2019 08:53

«He visto al Señor»

Cuando la Magdalena corre hacia el sepulcro de Jesús la mañana del domingo no esperaba hallarlo vacío. Su conclusión fue inmediata y así lo comunica a Pedro y Juan: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20,2). Ni por un momento pensó en la resurrección. Pedro y Juan salen corriendo, alarmados por la noticia, y al llegar al sepulcro se asoman y contemplan el lienzo por el suelo, y el sudario, enrollado en su lugar, aparte. Era claro que, de haber sido un robo, los ladrones no habrían perdido el tiempo dejando las telas mortuorias. Algo inesperado había sucedido, que, al menos en Juan, provoca la fe: «vio y creyó». El evangelista, que es el mismo Juan, añade: «Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos» (Jn 20,10).
Es cierto que Jesús había anunciado su resurrección, pero lo había hecho utilizando verbos poco precisos que podían interpretarse vagamente.

El drama de Adán y la pasión de Cristo son inseparables. En la Semana Santa ambos se relacionan e iluminan. Adán fue hecho por Dios señor y rey de la creación: su misión era gobernar el mundo creado y conducirlo a la plenitud de la gloria. Pero cayó dominado por la aspiración de ser Dios, olvidando que llevaba su imagen y semejanza. De rey quedó convertido en esclavo, obligado a cultivar la tierra con sudor y recibiendo en recompensa espinas y abrojos. Su vida se convirtió en un camino de sufrimiento y cruz.
El drama de Cristo comienza cuando decide hacerse siervo de los hombres, como dice el texto de Filipenses que leemos este domingo de Ramos en la segunda lectura. El Hijo de Dios escogió el camino opuesto al de Adán: se anonadó, se humilló y se hizo obediente hasta la cruz. La desobediencia de Adán fue redimida por la obediencia de Cristo. Y gracias a esta obediencia, el hombre —todo hombre— puede recuperar su dignidad perdida.
La celebración de

En la carta a los Romanos, san Pablo hace una afirmación que ha dado mucho trabajo a los intérpretes. Dice que «Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia de todos». Según el apóstol, tanto los judíos como los gentiles son pecadores en razón del pecado original y nadie puede presumir de justo. Lo más sorprendente de la afirmación es que parece afirmar que Dios nos ha hecho pecadores para tener después misericordia de todos. Es obvio que Dios no nos ha creado en pecado, sino en gracia, de manera que Dios no es el autor del pecado del hombre. Pero en su providencia, el pecado que engloba a toda la humanidad ha sido la ocasión para que Dios mostrara su misericordia. Esto explica que nadie sea justo por sí mismo ni pueda por tanto juzgar y condenar a su hermano como si él fuera santo. El juicio sólo corresponde a Dios.
Dicho esto, entendemos la reacción de Jesús cuando, según leemos en el evangelio de hoy, le llevan a una mujer