Secretariado de Medios

Secretariado de Medios

Jueves, 16 Septiembre 2021 10:36

Ser importante. Domingo XXV del T.O.

En su encíclica social Sollicitudo rei socialis, san Juan Pablo II, tratando de los problemas modernos, quiso iluminarlos aludiendo a las «estructuras de pecado», entre las que señala «la sed de poder». En el análisis teológico de tales estructuras, afirma que «se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación. Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuentes de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres» (SRS 36).

            Que el pecado personal puede constituirse en origen de «estructura de pecado» es tan obvio que basta echar una mirada a los graves problemas de la humanidad, difíciles de resolver porque se han llegado a convertir es sólidas estructuras que se sostienen directa o indirectamente en los propios pecados personales de quienes las crean y fomentan. Las estructuras no pecan, ciertamente; pecamos los hombres. Pero los hombres pueden absolutizar determinadas formas inmorales de comportamiento hasta el punto de convertirlas en estructuras pecaminosas. Y ningún hombre está exento de incurrir en esta tentación, puesto que es inherente a la naturaleza del hombre caído y a su intrínseca fragilidad experimentar «la sed de poder» y el «afán de ganancia exclusiva», que son dos estructuras de pecado a las que hace referencia la encíclica citada. Todo hombre, decía san Agustín, puede cometer el pecado de sus semejantes si no le sostiene la gracia de Dios para evitarlo.  Se necesita, por tanto, vigilancia, prudencia y sabiduría para no dejarse dominar por las pasiones humanas.

            En el evangelio de hoy, Jesús interviene en una discusión de sus apóstoles que, mientras Jesús anunciaba su destino de pasión y muerte, ellos rivalizaban sobre quién era el más importante. Es decir, «la sed de poder» había entrado en la comunidad apostólica fundada por Cristo. No es preciso recordar que este afán de ocupar los primeros puestos, de ser importantes, acompaña y acompañará a la Iglesia de todos los tiempos por el simple hecho de estar formada por hombres. Las advertencias sobre este peligro en el magisterio del Papa Francisco son numerosas y rotundas. En la Iglesia, como en cualquier otro grupo social, pueden darse los mismos pecados que en otros ámbitos de la sociedad. Tenemos la suerte, sin embargo, de reconocerlos con la luz de la gracia, de poder convertirnos y de reparar nuestros pecados y escándalos mediante el arrepentimiento y la penitencia. Pero sería un error que cualquier cristiano se sintiera inmune frente a esta tentación o pensar cínicamente que él no es como los demás (léase la parábola del fariseo y del publicano).

            Ante el silencio de los apóstoles que, quizás por vergüenza, no se atreven a confesar de qué discutían, Jesús —con su innata sabiduría de lo que pasa por el corazón humano—  les da esta norma de comportamiento: «Quien quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos». En realidad, aplica a los demás su propio estilo de vida que se consumará con su muerte a favor de la humanidad. El evangelista añade además, que, acercando a un niño y abrazándole, le puso en medio de ellos y dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado». El gesto tiene mucha importancia porque un niño poseía escaso valor en el tiempo de Jesús. Acoger a un niño y servirlo era reconocer que hasta lo menos valioso merece la atención, entrega y amor de quien desea ser grande. Servir a los que nada valen para el mundo es el mejor antídoto para superar la sed de poder y de ser importante.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Al comenzar un nuevo curso conviene recordar que el cristianismo se fundamenta en la relación personal con Cristo, el Señor. Como en toda relación seria y comprometida, sólo puede basarse en el conocimiento del otro si es que se aspira a vivir en la mutua confianza. Se comprende, pues, que Jesús pregunte a sus discípulos lo que la gente y ellos piensan de él. Desde el principio quiere evitar cualquier malentendido. Y, cuando Pedro declara que Jesús es el Mesías sin más, este prohíbe a sus discípulos decírselo a  nadie.

¿Por qué Jesús impone lo que ha dado en llamarse el “secreto mesiánico”, que tanta discusión ha provocado entre los exegetas y teólogos. Aunque no es una cuestión resuelta de modo definitivo, hay cierto consenso en explicarlo así: Jesús no quiere que le consideren como un mesías político, que es lo que se esperaba en su tiempo. Un mesías que librase al pueblo judío del poder de Roma. En el evangelio de Marcos, que leemos en este domingo, Pedro no confiesa, como en el de Mateo, que Jesús sea, además de mesías, el Hijo del Dios vivo, lo que arranca de Jesús un gran elogio por haber recibido tal revelación del Padre celestial. Marcos dice solamente que es el mesías. Jesús impone silencio para evitar falsas expectativas acerca de su misión. Y, para disipar toda duda sobre este aspecto, comienza a explicar a sus discípulos «con toda claridad» —según dice Marcos— que el camino que le espera es el del sufrimiento, la muerte y la resurrección final. Aunque Jesús hable de resurrección, parece que lo que impactó a Pedro fue lo de sufrir y morir. Porque, a continuación, Pedro, llevándose a Jesús aparte, comenzó a increparlo para que abandonara su camino. Jesús, entonces, en presencia de todos sus discípulos increpó a Pedro con estas palabras: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios! Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,33-35).

Jesús no deja ninguna duda sobre lo que significa seguirle como discípulo. Pedro ha querido ponerse delante de Jesús, y Jesús lo pone en su sitio: ¡detrás de él! Pero no es una cuestión personal con Pedro, a quien incluso llama «Satanás», porque ve en él la tentación diabólica; se trata de la concepción misma del discipulado. Seguir a Jesús conlleva aceptar su mismo destino y, para ello, siempre hay que ir detrás de él. Es frecuente entre los cristianos, como hizo Pedro, querer marcar el camino a Jesús dulcificando las exigencias de su seguimiento. Lo que Jesús llama «salvar la propia vida» significa en realidad posponer el evangelio a los intereses personales. Jesús establece un principio sin el cual es imposible seguirle: negarse a uno mismo. Y esto vale para todo cristiano sin excepción, sea cual sea su estado de vida. Si esto no está claro, el cristianismo será una estrategia de componendas, que permita a cada uno hacerse su traje a la medida. Y ser cristiano no es cuestión de vestidura externa, según la moda de cada tiempo. Es cuestión, como dice san Pablo, de revestirse de Cristo, es decir, de apropiarse de su estilo de vida y de sus actitudes internas, las que siempre irán a contracorriente de lo que el mundo —entendido como opuesto al evangelio— propone. En realidad, el evangelio de hoy nos somete a un examen de conciencia sobre nuestra adhesión a Cristo, porque la pregunta sobre quién es él no solo la dirigió a Pedro y a sus compañeros; es una pregunta que todo cristiano debe responder con sinceridad a la largo de la vida.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Al comenzar un nuevo curso conviene recordar que el cristianismo se fundamenta en la relación personal con Cristo, el Señor. Como en toda relación seria y comprometida, sólo puede basarse en el conocimiento del otro si es que se aspira a vivir en la mutua confianza. Se comprende, pues, que Jesús pregunte a sus discípulos lo que la gente y ellos piensan de él. Desde el principio quiere evitar cualquier malentendido. Y, cuando Pedro declara que Jesús es el Mesías sin más, este prohíbe a sus discípulos decírselo a  nadie.

¿Por qué Jesús impone lo que ha dado en llamarse el “secreto mesiánico”, que tanta discusión ha provocado entre los exegetas y teólogos. Aunque no es una cuestión resuelta de modo definitivo, hay cierto consenso en explicarlo así: Jesús no quiere que le consideren como un mesías político, que es lo que se esperaba en su tiempo. Un mesías que librase al pueblo judío del poder de Roma. En el evangelio de Marcos, que leemos en este domingo, Pedro no confiesa, como en el de Mateo, que Jesús sea, además de mesías, el Hijo del Dios vivo, lo que arranca de Jesús un gran elogio por haber recibido tal revelación del Padre celestial. Marcos dice solamente que es el mesías. Jesús impone silencio para evitar falsas expectativas acerca de su misión. Y, para disipar toda duda sobre este aspecto, comienza a explicar a sus discípulos «con toda claridad» —según dice Marcos— que el camino que le espera es el del sufrimiento, la muerte y la resurrección final. Aunque Jesús hable de resurrección, parece que lo que impactó a Pedro fue lo de sufrir y morir. Porque, a continuación, Pedro, llevándose a Jesús aparte, comenzó a increparlo para que abandonara su camino. Jesús, entonces, en presencia de todos sus discípulos increpó a Pedro con estas palabras: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios! Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,33-35).

Jesús no deja ninguna duda sobre lo que significa seguirle como discípulo. Pedro ha querido ponerse delante de Jesús, y Jesús lo pone en su sitio: ¡detrás de él! Pero no es una cuestión personal con Pedro, a quien incluso llama «Satanás», porque ve en él la tentación diabólica; se trata de la concepción misma del discipulado. Seguir a Jesús conlleva aceptar su mismo destino y, para ello, siempre hay que ir detrás de él. Es frecuente entre los cristianos, como hizo Pedro, querer marcar el camino a Jesús dulcificando las exigencias de su seguimiento. Lo que Jesús llama «salvar la propia vida» significa en realidad posponer el evangelio a los intereses personales. Jesús establece un principio sin el cual es imposible seguirle: negarse a uno mismo. Y esto vale para todo cristiano sin excepción, sea cual sea su estado de vida. Si esto no está claro, el cristianismo será una estrategia de componendas, que permita a cada uno hacerse su traje a la medida. Y ser cristiano no es cuestión de vestidura externa, según la moda de cada tiempo. Es cuestión, como dice san Pablo, de revestirse de Cristo, es decir, de apropiarse de su estilo de vida y de sus actitudes internas, las que siempre irán a contracorriente de lo que el mundo —entendido como opuesto al evangelio— propone. En realidad, el evangelio de hoy nos somete a un examen de conciencia sobre nuestra adhesión a Cristo, porque la pregunta sobre quién es él no solo la dirigió a Pedro y a sus compañeros; es una pregunta que todo cristiano debe responder con sinceridad a la largo de la vida.

+ César Franco

Obispo de Segovia

El Papa Francisco ha convocado el Sínodo de Obispos que tendrá lugar en Octubre de 2023. El tema elegido es: «Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión». La novedad de este sínodo es el proceso indicado por el Papa, que desea la participación de todas las diócesis. Habrá, por tanto, una consulta con un cuestionario elaborado por la secretaría del Sínodo. Esta consulta y reflexión durará desde el próximo 17 de Octubre, fecha de inicio en cada diócesis, hasta el mes de Abril de 2022. Le seguirá después una etapa continental (de Septiembre de 2022 a Marzo de 2023), y concluirá en Roma con el sínodo de la Iglesia universal en Octubre de 2023.

            Como obispo diocesano, invito a todos los cristianos a participar en esta reflexión presinodal a través de los cauces que establezcamos en la diócesis, de los que se informará debidamente. Lo importante, según el Papa, es que todos caminemos juntos —eso significa la palabra «sínodo»— como Iglesia de Cristo. La Iglesia, decía san Agustín, es el Cristo total: cabeza y miembros. Y la sinodalidad, cuando es verdadera, es el fruto de la comunión que establece el Espíritu cuando nos une por el bautismo en la eucaristía. «En todos los bautizados —ha recordado el Papa— actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalibile “in credendo”. Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación».

            En razón de su pertenencia a la Iglesia, los cristianos poseen el «sentido sobrenatural de la fe», que les hace comprender y vivir las realidades divinas de modo connatural y, dejándose iluminar por el Espíritu, captan intuitivamente lo que está de acuerdo con la fe de la Iglesia y el Evangelio de Cristo. Los sínodos permiten activar este sentido sobrenatural de la fe y escucharnos pastores y fieles en orden a buscar los caminos más adecuados a la evangelización. Así lo ha hecho el Papa, mediante consultas, en los dos sínodos dedicados a la familia, y así quiere hacerlo ahora con este sínodo.

            Caminar juntos quiere decir que el camino es el mismo. No escoge cada uno su propia senda. Significa también vivir la comunión de fe, de culto y de gobierno, que garantiza el obispo en cada diócesis y el Papa en la Iglesia universal. Por eso los diversos niveles de la sinodalidad expuestos por el Papa reflejan la responsabilidad que cada bautizado tiene en la Iglesia y la necesidad de escucharse mutuamente cuando se tratan asuntos que afectan a todos. Por eso, el primer nivel del ejercicio de la sinodalidad se realiza en las diócesis.

            Este acontecimiento nos urge a todos a la oración para estar atentos a lo que el Espíritu quiere decirnos en este momento de nuestra historia. Nos urge también a vivir la comunión eclesial, que, a imagen de la Trinidad, nos permite profundizar en la fe bajo la guía del magisterio de los pastores. Este magisterio, sobre todo el del Papa, no limita la libertad sino garantiza la unidad, como dice Francisco, pues «él es el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles» (LG 23).

            Reitero mi invitación a participar en esta gran oportunidad que nos ofrece el Papa a sabiendas de que todo en la Iglesia contribuye para la mutua edificación y para que la evangelización alcance a todos aquellos que más necesiten encontrarse con Cristo y descubrir que él es el camino, la verdad y la vida. No nos faltará la luz del Espíritu ni la fuerza que posee la caridad que nos une.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Martes, 31 Agosto 2021 08:50

REVISTA DIOCESANA SEPTIEMBRE 2021

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La tradición religiosa de Israel está basada en el cumplimiento de los preceptos de la ley mosaica. La importancia de esta ley, expresada en los diez mandamientos o palabras de Dios radica en que, gracias a ella, el pueblo de Israel alcanzó la tierra prometida, como dice el libro del Deuteronomio. A pesar de que en dicho libro se dice que «no añadáis nada a lo que yo os mando ni suprimáis nada» (Dt 4,2), a lo largo de la historia los rabinos han añadido preceptos nuevos para explicar o aclarar dudas sobre la correcta comprensión de la ley. Estos preceptos se agrupaban por materias, una de las cuales versa sobre los alimentos y sobre el modo de comerlos.

            En el evangelio de hoy, los vigilantes de la ortodoxia judía se acercan a Jesús para reprocharle que sus discípulos comían con manos «impuras», es decir, sin lavarse bien las manos como prescribían ciertos preceptos. Se explica que el evangelista se vea obligado a precisar lo siguiente: «Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas» (Mc 7,3-4). Es evidente que este concepto de pureza o impureza depende de un concepto externo y ritual del comportamiento humano. Por eso Jesús les responde con un texto de Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan están vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». En esta respuesta, Jesús deja claro, apelando al profeta, que hay un culto vacío sustentado en preceptos humanos que nada tiene que ver con el culto del corazón que busca agradar a Dios. Por si no estuviera claro, añade aún: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Jesús distingue, pues, entre mandamiento de Dios y la tradición de los hombres.

            Cuando los discípulos regresan a casa con Jesús y le preguntan sobre el sentido de sus palabras, Jesús explicita aún más en qué consiste la pureza del hombre y dónde está su origen. En primer lugar, Jesús declara que todos los alimentos son puros y ninguno de ellos puede convertir en impuro el corazón del hombre, pues no entra en su corazón, sino en el vientre y termina en la letrina. ¿Qué hace entonces impuro al hombre? «Lo que sale de dentro del hombre —dice Jesús— eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro» (Mc 7,20-23).

            Con esta explicación, Jesús recoge la enseñanza profética del culto que agrada a Dios centrado en la pureza o integridad del corazón. Por usar una imagen familiar a la mentalidad judía, recogida por san Pablo en la carta a los Romanos, la verdadera circuncisión no es la del prepucio, sino la del corazón, como dice Dt 10,16. En el famoso salmo 50, el salmista pide a Dios un corazón puro, que significa la renovación interior, la conversión. Este es el culto que agrada a Dios porque lleva consigo la pureza interior, esa pureza que no se alcanza mediante purificaciones con agua, sino con la obediencia a la voluntad de Dios. Esto es lo que propone Jesús en la bienaventuranza sobre los limpios de corazón que verán a Dios. Si la visión de Dios es lo más grande a lo que el hombre puede aspirar, la pureza de corazón es precisamente el medio para alcanzar esa meta. Y, naturalmente, esto no se consigue con meras prácticas rituales.

+ César Franco

Obispo de Segovia

 

La tradición religiosa de Israel está basada en el cumplimiento de los preceptos de la ley mosaica. La importancia de esta ley, expresada en los diez mandamientos o palabras de Dios radica en que, gracias a ella, el pueblo de Israel alcanzó la tierra prometida, como dice el libro del Deuteronomio. A pesar de que en dicho libro se dice que «no añadáis nada a lo que yo os mando ni suprimáis nada» (Dt 4,2), a lo largo de la historia los rabinos han añadido preceptos nuevos para explicar o aclarar dudas sobre la correcta comprensión de la ley. Estos preceptos se agrupaban por materias, una de las cuales versa sobre los alimentos y sobre el modo de comerlos.

            En el evangelio de hoy, los vigilantes de la ortodoxia judía se acercan a Jesús para reprocharle que sus discípulos comían con manos «impuras», es decir, sin lavarse bien las manos como prescribían ciertos preceptos. Se explica que el evangelista se vea obligado a precisar lo siguiente: «Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas» (Mc 7,3-4). Es evidente que este concepto de pureza o impureza depende de un concepto externo y ritual del comportamiento humano. Por eso Jesús les responde con un texto de Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan están vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». En esta respuesta, Jesús deja claro, apelando al profeta, que hay un culto vacío sustentado en preceptos humanos que nada tiene que ver con el culto del corazón que busca agradar a Dios. Por si no estuviera claro, añade aún: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Jesús distingue, pues, entre mandamiento de Dios y la tradición de los hombres.

            Cuando los discípulos regresan a casa con Jesús y le preguntan sobre el sentido de sus palabras, Jesús explicita aún más en qué consiste la pureza del hombre y dónde está su origen. En primer lugar, Jesús declara que todos los alimentos son puros y ninguno de ellos puede convertir en impuro el corazón del hombre, pues no entra en su corazón, sino en el vientre y termina en la letrina. ¿Qué hace entonces impuro al hombre? «Lo que sale de dentro del hombre —dice Jesús— eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro» (Mc 7,20-23).

            Con esta explicación, Jesús recoge la enseñanza profética del culto que agrada a Dios centrado en la pureza o integridad del corazón. Por usar una imagen familiar a la mentalidad judía, recogida por san Pablo en la carta a los Romanos, la verdadera circuncisión no es la del prepucio, sino la del corazón, como dice Dt 10,16. En el famoso salmo 50, el salmista pide a Dios un corazón puro, que significa la renovación interior, la conversión. Este es el culto que agrada a Dios porque lleva consigo la pureza interior, esa pureza que no se alcanza mediante purificaciones con agua, sino con la obediencia a la voluntad de Dios. Esto es lo que propone Jesús en la bienaventuranza sobre los limpios de corazón que verán a Dios. Si la visión de Dios es lo más grande a lo que el hombre puede aspirar, la pureza de corazón es precisamente el medio para alcanzar esa meta. Y, naturalmente, esto no se consigue con meras prácticas rituales.

+ César Franco

Obispo de Segovia

El discurso de Jesús sobre el pan de vida, cuyo final leemos en el evangelio de hoy, termina con una hermosa confesión de fe en labios de Pedro. Para comprender su importancia, es preciso recordar dicho discurso provocó asombro, y hasta escándalo, en sus oyentes, porque afirmó sin ambages que para tener vida eterna era necesario comer su carne y beber su sangre. Este lenguaje resultó incomprensible y duro, de manera que muchos discípulos no volvieron a ir con él. Jesús lanzó entonces a sus doce apóstoles esta pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos?». Fue entonces cuando Pedro confesó la fe: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68).

            Algunos estudiosos afirman que esta confesión es muy semejante a la que Pedro hace en Cesarea de Filipo cuando Jesús pregunta a sus apóstoles sobre lo que la gente y ellos piensan de él. En dicha ocasión, Pedro responde: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Aunque cada una de las dos fórmulas responde a situaciones distintas, es evidente su semejanza. Pedro confiesa el carácter único de Jesús al definir su identidad como Mesías, Hijo de Dios y el Santo de Dios. Hay algo, sin embargo, en la fórmula del cuarto evangelio que resulta muy significativo. Pedro habla en plural, como representante del grupo de los Doce. Se siente portavoz de una comunidad reunida en torno a Cristo, que, a pesar de las deserciones, permanece unida a él. Creen y saben quién es Jesús. Además de esto, Pedro hace una pregunta conmovedora: ¿A quién pueden acudir sino a Jesús? En esta pregunta se adivina el desamparo y orfandad del hombre si Jesús no estuviera entre nosotros, porque solo él —como concluye Pedro— tiene palabras de vida eterna. Solo en él, en definitiva, el hombre puede saciar su deseo de vivir para siempre.

            Esta confesión de fe, que quitó del camino la piedra de escándalo que provocaron las palabras de Jesús sobre la eucaristía, tiene perenne actualidad. Los cristianos nos reunimos cada domingo para celebrar la eucaristía convencidos de que en ella recibimos la vida eterna. Comemos y bebemos ciertamente el cuerpo y la sangre del Señor. Creemos y sabemos quién es Jesús, el Santo de Dios. Hay que reconocer, no obstante, que son muchos los que abandonan la fe, desertan de nuestras asambleas —como ocurría en el primitivo cristianismo— y no vuelven a seguir a Jesús porque encuentran duro su lenguaje. No me refiero ahora a las palabras de la eucaristía, a las que quizás nos hemos acostumbrado sin apreciar su absoluta novedad. Me refiero a tantas palabras de Jesús que no son «modernas» y resultan inadmisibles a quienes se han acomodado al espíritu pagano. Son palabras sobre el amor, la vida, las riquezas, la felicidad, la condenación, el pecado. Palabras que han perdido su fuerza y brillo original y nos colocan contra las cuerdas en el combate que hemos dejado de mantener frente al «misterio de la iniquidad», como dice san Pablo. Muchos cristianos han sucumbido al no conseguir adaptar el evangelio a la modernidad, la nueva diosa que exige el sacrificio de la fe. No es nueva esta tentación. También Jesús fue tentado de abandonar la voluntad del Padre y postrarse ante la riqueza, la vanidad y el orgullo satánico. Por eso, la confesión de Pedro nos mantiene en la fidelidad a Cristo y experimentamos que sus palabras son de vida eterna. La clave, por tanto, para discernir si somos o no la Iglesia fundada por Cristo es si, al escuchar sus palabras sin glosas ni comentarios, como decía san Francisco de Asís, nos escandalizamos o, por el contrario, descubrimos en la experiencia cotidiana que son «palabras de vida eterna».

 

+ César Franco

Obispo de Segovia

El 15 de agosto la Iglesia celebra la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma, último de los dogmas católicos definido solemnemente. En el Nuevo Testamento no hay referencia alguna a la muerte (o dormición de María) ni a su asunción al cielo. Sin embargo, desde los orígenes del cristianismo se mantiene la tradición de esta elevación de María a los cielos en cuerpo y alma, como aparece en textos apócrifos primitivos, especialmente en el «Transitus Mariae», que se lee en la vigilia de la solemnidad de la Asunción junto al sepulcro de la Virgen en el torrente Cedrón de Jerusalén.

            La tradición de que María vivió sus últimos días en Jerusalén y murió allí está mejor atestiguada que la que sitúa estos hechos en la ciudad de Éfeso. El sepulcro de la Virgen ha pasado por muchos avatares históricos. Gracias a las excavaciones del padre franciscano Bagatti se sabe que la tumba de María formaba parte de un complejo sepulcral clásico compuesto de tres cámaras. En el siglo IV el emperador Teodosio construyó un santuario sobre el sepulcro, que embelleció el emperador Mauricio en el siglo VI construyendo una iglesia, quedando el sepulcro como cripta. Posteriormente los persas destruyeron el templo que fue reconstruido años después. Los cruzados encontraron de nuevo una iglesia en ruinas y la reedificaron dando su custodia a los benedictinos. Finalmente, durante la invasión de Saladino  se demolió la parte superior para utilizar sus piedras en la construcción de la muralla de la ciudad. Sólo quedó la preciosa fachada ojival por la que se desciende por una gran escalinata al sepulcro de la Virgen, lugar de numerosas peregrinaciones.

            El dogma mariano de la Asunción de la Virgen, además de estar sustentado por la tradición y la fe del pueblo cristiano en Oriente y Occidente, posee una coherencia teológica de primer orden, que conforma el núcleo de la definición dogmática del 1 de noviembre de 1950 por el papa Pío XII. Esté núcleo se deduce de una interpretación de la Sagrada Escritura sobre la relación entre el pecado y la muerte. Según la doctrina bíblica, la muerte es fruto del pecado que, por envidia, introdujo el diablo en la historia de los hombres al engañar a Adán y Eva en el paraíso. La muerte aparece en el horizonte de la historia de la humanidad, no como obra de Dios, que no quiere la muerte, sino por envidia del diablo. La santidad de María, constatada en el relato de la Anunciación con términos inequívocos, hizo pensar a los teólogos que Dios mismo había preservado a la que sería Madre de su Hijo de toda mancha de pecado, incluido el original. La libertad de María no queda anulada con este privilegio de su santidad desde el primer momento de su concepción, sino fortalecida con la gracia de manera que siempre se orientó hacia el bien. Si esto es así, es razonable pensar que María, exenta del pecado, fue también eximida de la corrupción del sepulcro y llevada al cielo en cuerpo y alma conservando la unidad que Dios pensó desde el principio para el hombre creado en gracia. En realidad, el dogma de la Asunción muestra las consecuencias que habría tenido el plan de Dios sobre el hombre si este no hubiera pecado.

            Al celebrar esta gozosa fiesta, el pueblo cristiano mira a la Virgen no como un hada singular que hace piruetas por los aires. La misma palabra —asunción— indica que María no sube al cielo por su propio poder, como hace Jesús en la ascensión, sino que es elevada a la gloria por la acción de Dios para mostrar la obra acabada de ella, libre del pecado y de la muerte, y para que nosotros tengamos en ella un espejo de belleza y santidad para conocer nuestro último destino.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

           

El 15 de agosto la Iglesia celebra la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma, último de los dogmas católicos definido solemnemente. En el Nuevo Testamento no hay referencia alguna a la muerte (o dormición de María) ni a su asunción al cielo. Sin embargo, desde los orígenes del cristianismo se mantiene la tradición de esta elevación de María a los cielos en cuerpo y alma, como aparece en textos apócrifos primitivos, especialmente en el «Transitus Mariae», que se lee en la vigilia de la solemnidad de la Asunción junto al sepulcro de la Virgen en el torrente Cedrón de Jerusalén.

            La tradición de que María vivió sus últimos días en Jerusalén y murió allí está mejor atestiguada que la que sitúa estos hechos en la ciudad de Éfeso. El sepulcro de la Virgen ha pasado por muchos avatares históricos. Gracias a las excavaciones del padre franciscano Bagatti se sabe que la tumba de María formaba parte de un complejo sepulcral clásico compuesto de tres cámaras. En el siglo IV el emperador Teodosio construyó un santuario sobre el sepulcro, que embelleció el emperador Mauricio en el siglo VI construyendo una iglesia, quedando el sepulcro como cripta. Posteriormente los persas destruyeron el templo que fue reconstruido años después. Los cruzados encontraron de nuevo una iglesia en ruinas y la reedificaron dando su custodia a los benedictinos. Finalmente, durante la invasión de Saladino  se demolió la parte superior para utilizar sus piedras en la construcción de la muralla de la ciudad. Sólo quedó la preciosa fachada ojival por la que se desciende por una gran escalinata al sepulcro de la Virgen, lugar de numerosas peregrinaciones.

            El dogma mariano de la Asunción de la Virgen, además de estar sustentado por la tradición y la fe del pueblo cristiano en Oriente y Occidente, posee una coherencia teológica de primer orden, que conforma el núcleo de la definición dogmática del 1 de noviembre de 1950 por el papa Pío XII. Esté núcleo se deduce de una interpretación de la Sagrada Escritura sobre la relación entre el pecado y la muerte. Según la doctrina bíblica, la muerte es fruto del pecado que, por envidia, introdujo el diablo en la historia de los hombres al engañar a Adán y Eva en el paraíso. La muerte aparece en el horizonte de la historia de la humanidad, no como obra de Dios, que no quiere la muerte, sino por envidia del diablo. La santidad de María, constatada en el relato de la Anunciación con términos inequívocos, hizo pensar a los teólogos que Dios mismo había preservado a la que sería Madre de su Hijo de toda mancha de pecado, incluido el original. La libertad de María no queda anulada con este privilegio de su santidad desde el primer momento de su concepción, sino fortalecida con la gracia de manera que siempre se orientó hacia el bien. Si esto es así, es razonable pensar que María, exenta del pecado, fue también eximida de la corrupción del sepulcro y llevada al cielo en cuerpo y alma conservando la unidad que Dios pensó desde el principio para el hombre creado en gracia. En realidad, el dogma de la Asunción muestra las consecuencias que habría tenido el plan de Dios sobre el hombre si este no hubiera pecado.

            Al celebrar esta gozosa fiesta, el pueblo cristiano mira a la Virgen no como un hada singular que hace piruetas por los aires. La misma palabra —asunción— indica que María no sube al cielo por su propio poder, como hace Jesús en la ascensión, sino que es elevada a la gloria por la acción de Dios para mostrar la obra acabada de ella, libre del pecado y de la muerte, y para que nosotros tengamos en ella un espejo de belleza y santidad para conocer nuestro último destino.

+ César Franco

Obispo de Segovia.