Orgulloso estoy no solo de ser persona, imagen y semejanza de Dios. Sino también de ser seguidor de Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, más allá de mis limitaciones humanas.
No cabe duda alguna que el misterio de la encarnación de Cristo da pie al reconocimiento y defensa de la dignidad ontológica de la persona. En otros términos, más que predicar sobre la práctica de los derechos de la persona, toca materializarlo en el día a día de la vida familiar, laboral y profesional.
Estos campos constituyen los focos que apelan a la responsabilidad de ser persona es decir poner de manifiesto el deber de la compasión para con los que lo están pasando mal. Se trata de los que sufren la soledad impuesta por una civilización de la indiferencia según el Papa Francisco, los enfermos en estado crítico e irreversible a quienes se quiere otorgar de modo eufemista el antídoto de la medicina que se llama eutanasia bajo sus múltiples matices.
Estos fenómenos de nuestra sociedad que se va secularizando cada día apelan a poner en marcha el testimonio de vida cristiana que acompaña, cuida y deja en manos de Dios a los enfermos sin aislarlos o hacerles sentir que son una carga para la familia y la sociedad.
Por lo tanto, educar en la compasión es despertar el sentido de la trascendencia o de Dios compasivo con su pueblo, y articular el bien y lo bueno que coinciden con la verdad de la defensa de la persona y toda persona, principio y fin del proyecto de un mundo más justo y más solidario.
Henri Tshipamba Mukala
Capellán del Hospital General de Segovia
El Día del Seminario tiene este año el siguiente lema: «Padre y hermano, como san José». En el año dedicado a san José, se quiere resaltar la condición del sacerdote como hermano y padre de los hombres. El sacerdote es tomado de entre los hombres, sus hermanos, para ser constituido padre por el sacramento del orden. Se trata de la paternidad nacida de la predicación de la Palabra de Dios y de los sacramentos. Como dice san Pablo, «por medio del Evangelio soy yo quien os ha engendrado para Cristo Jesús» (1Cor 4,15).
Son muchas las virtudes de san José que el Papa Francisco resalta en su carta apostólica Patris corde («con corazón de padre») para este año jubilar: ternura, obediencia, acogida, valentía creativa, laboriosidad. Lo presenta finalmente como si fuera para Jesús «la sombra del Padre celestial en la tierra». En cada una de estas virtudes el sacerdote puede encontrar el estilo para ejercer el ministerio con la fortaleza y discreción típicas de san José. Todas son necesarias para engendrar a Cristo en cada bautizado y conducirlo a la plena madurez cristiana.
En estos tiempos difíciles para el ejercicio del ministerio sacerdotal, la figura del padre legal de Jesús en la tierra (no olvidemos que se le conocía como «hijo de José») nos muestra el plan de Dios a través de un hombre aparentemente sin relieve social. «De una lectura superficial de estos relatos—escribe el papa Francisco a propósito de los evangelios— se tiene siempre la impresión de que el mundo esté a merced de los fuertes y de los poderosos, pero la “buena noticia” del Evangelio consiste en mostrar cómo, a pesar de la arrogancia y la violencia de los gobernantes terrenales, Dios siempre encuentra un camino para cumplir su plan de salvación. Incluso nuestra vida parece a veces que está en manos de fuerzas superiores, pero el Evangelio nos dice que Dios siempre logra salvar lo que es importante, con la condición de que tengamos la misma valentía creativa del carpintero de Nazaret».
En el Evangelio de san Mateo se utiliza cuatro veces la expresión «tomar al niño y a su madre» para referirse a la misión que Dios encomienda a san José, quien la cumplió con total fidelidad. El tesoro que Dios puso en manos del carpintero no fueron las herramientas de su trabajo, que dignificó con su honestidad y constancia, sino el Hijo de Dios y su madre. El secreto de su vida y vocación está en la acogida, custodia y entrega total al «niño y a su madre». Este es también el secreto de la fecundidad del sacerdote: acoger a Cristo y a su madre para formar la familia de los hijos de Dios. El sacerdote, con la gracia del sacramento del orden, está llamado a «conformar» al cristiano con Cristo, tarea que sólo pude realizar en la medida en que él mismo se identifica con él, dejándole vivir en su propia existencia cotidiana. Para ello, debe también acoger a su madre, como hijo Juan al pie de la cruz, para aprender de ella, y de su maternidad, las actitudes de Cristo, que fue educado por María y José en el fiel cumplimiento de la voluntad de Dios. Sin duda alguna, José tuvo en María una maestra inigualable para descubrir su oficio de padre y custodio de Jesús. Y ambos encontraron en Jesús, no solo al que debían educar, sino al Maestro por excelencia, cuya vida diaria era una permanente lección de las cosas divinas y humanas.
El seminario es una escuela del seguimiento de Cristo bajo la tutela de José y de María, como un pequeño Nazaret donde los que son llamados a identificarse con Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, aprenden de tan únicos maestros a parecerse a él con la clara conciencia de que esta tarea ocupa toda la vida.
+ César Franco
Obispo de Segovia
Las condiciones sanitarias permiten retomar una iniciativa que el año pasado tuvo que suspenderse a causa del confinamiento por la Covid-19
Desde el viernes 19 de marzo, solemnidad de San José, el claustro del Seminario de Segovia vuelve a abrir sus puertas para dar a conocer una muestra inédita hasta el momento: «Gloriosa Pasión», la I Exposición de Sargas y Dioramas. Una muestra con la que, desde la Diócesis, se busca seguir ahondando en el misterio de nuestra fe y la vocación a la que todos estamos llamados.
Bajo el título «Gloriosa Pasión» contemplamos el misterio de Cristo en este tiempo de Cuaresma, con el que nos preparamos para vivir los intensos días de la Semana Santa y el gozo de la Resurrección. Con esta muestra se quiere significar la vida entregada de todos aquellos presbíteros, religiosos y laicos que entienden y ofrecen su vida, ahora más que nunca, como una gloriosa pasión.
Todo aquel que quiera visitar esta cuidada exposición podrá acercarse hasta el claustro del Seminario desde el día 19 de marzo hasta el 12 de abril en horario de 17.30 a 20.30 horas de la tarde. Además, los domingos y festivos también estará abierta de 12 a 14 horas de la mañana.
PIEZAS ARTÍSTICAS
Más de una veintena de piezas se recogen en esta muestra con un marcado carácter catequético. De una parte, son siete las sargas en exhibición, pinturas sobre tela decoradas con motivos de la Pasión. Unas piezas que solían usarse para cubrir, en señal de duelo, los retablos e imágenes de los templos, moviendo a los feligreses a la meditación de sus misterios.
Por otro lado, la Asociación Complutense de Belenistas de Alcalá de Henares ha colaborado con la aportación de trece dioramas. Unas creaciones con las que se representan escenas en miniatura que muestran momentos de la pasión, muerte, y resurrección del Señor. En definitiva, la Sagrada Escritura trasladada al arte y puesta al servicio de la evangelización.
Completan la exposición otras piezas de arte y litúrgicas que introducen al visitante en el ambiente reflexivo en un espacio que, gracias a iniciativas como esta y el Belén Monumental, se ha creado un hueco en la oferta cultural de la ciudad.
El Arciprestazgo Abades-Villacastín, con su arcipreste D. Juan Carlos García García a la cabeza, ha dado el salto al mundo virtual. Aquel que acceda a la dirección web www.arciprestazgoabadesvillacastin.com puede zambullirse en la actualidad del arciprestazgo, para conocer qué parroquias y párrocos lo integran, qué congregaciones están presentes, o cuál es la actividad pastoral que se desarrolla en las diferentes localidades.
Un nuevo espacio de encuentro no solo para los feligreses de este arciprestazgo, sino para todos los diocesanos que quieran acercarse a él para conocerlo desde dentro.
A medida que nos acercamos a la Semana Santa, el drama de Jesús se hace más patente en la Liturgia bajo imágenes diversas. En el Evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma, Jesús dice a Nicodemo que de la misma manera que Moisés elevó a la serpiente de bronce en el desierto, «así tiene que ser elevado el Hijo del hombre para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). Esta elevación no es simbólica, como lo fue la serpiente de bronce que Dios ordenó levantar como un estandarte para que los mordidos por serpiente se curaran al mirarla. Jesús se refiere a que será «levantado» en la cruz para salvar a los hombres. Hasta qué grado es puro realismo lo sabemos cuando el Viernes Santo miremos al Crucificado.
Otra imagen que san Juan utiliza para describir el drama de Cristo es la luz que ha brillado en las tinieblas. Ya en el prólogo de su Evangelio, dice Juan que «la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió». Se refiere al Verbo hecho carne que es «la luz de los hombres». En su diálogo con Nicodemo, de nuevo aparece este tema cuando Jesús le dice: «Este es el juicio; que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,19-21).
El drama de Cristo —como decíamos— está presentado bajo la imagen de la luz rechazada por las tinieblas. Su condena a muerte fue, aparentemente, un triunfo de las tinieblas, de la noche que Judas representaba en su corazón cuando salió del cenáculo. Digo aparentemente, porque la luz de la resurrección desbarató para siempre el reino de las tinieblas. Es el reino al que Dante hace referencia cuando comienza la Divina Comedia con este terceto: «A la mitad del camino de nuestra vida/, me encontré en una selva oscura/ porque había perdido la buena senda». Jesús ha venido a la «selva oscura» para conducirnos a la luz. El hombre, herido por el pecado, necesita la luz que le oriente por la buena senda. Jesús es al mismo tiempo la luz y el camino. En él no hay posibilidad de perderse, si dejamos conducirnos por él.
Es aquí donde reside, junto al drama de Cristo, el del hombre que no se deja salvar porque prefiere la oscuridad. Se comprenden así las palabras de Jesús a Nicodemo: «Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz». Es el hombre, por tanto, el que dicta su veredicto sobre él mismo. Dios no le rechaza ni le condena, porque quiere salvarlo, pero el hombre que se obstina en hacer obras malas, injustas, producto de la oscuridad en la que vive, se adentra en la selva oscura y ahonda aún más la herida del pecado que lleva en sí. Por eso, es propio del hombre esconderse para hacer el mal, no quiere que le vean la cara, reconoce la fealdad de su acción, pero, en lugar de dejarse iluminar, de acercarse a la luz para obrar rectamente, se esconde. Se escondieron Adán y Eva al pecar; se escondió Caín cuando mató a su hermano Abel; se escondió David con intrigas cuando adulteró con Betsabé y ordenó matar a su marido Urías; se escondió Judas en la noche cuando traicionó a Cristo. Todos nos escondemos cuando hacemos el mal, y nos avergonzamos tapándonos la cara cuando, sorprendidos, se nos lleva a los tribunales. Reconocemos con ese ocultamiento que rechazamos la luz y amamos las tinieblas.
Cuando Jesús sea levantado sobre la cruz, se convertirá en la luz que ilumina al mundo y seremos muy necios si no dejamos que su luz nos arranque de la oscuridad. Esto es la Pascua.
+ César Franco
Obispo de Segovia
¡Queridos diocesanos!
La muerte y la resurrección de Cristo constituyen la culminación del plan de Dios sobre su Hijo en este mundo. Son la fuente de la liturgia cristiana que ha nacido como memorial de lo acontecido en la historia de los hombres y prenda de lo que un día contemplaremos en el cielo. Se comprende, pues, que Iglesia celebre con la máxima solemnidad el triduo pascual que, en cierto sentido, se actualiza en cada domingo, día del Señor.
Las circunstancias actuales nos permitirán vivir estas celebraciones con las requeridas restricciones de aforo en los templos y respetando las indicaciones sanitarias. La presencia del pueblo cristiano es un elemento fundamental para experimentar que somos la Iglesia convocada por el Señor para unirnos a los misterios de su pasión, muerte y resurrección.
La liturgia, como sabéis bien, no es un mero recuerdo de lo sucedido en el pasado. Es su actualización que nos permite participar en la gracia que Cristo ofrece a todos los hombres que creen en él y lo confiesan como Señor y como Dios. De ahí que la presencia física nos hace, en cierto sentido, contemporáneos de los acontecimientos que fundamentan nuestra fe. El papa Francisco ha recordado recientemente que «la liturgia, en sí misma, no es solo oración espontánea, sino algo más y más original: es acto que funda la experiencia cristiana por completo y, por eso, también la oración es evento, es acontecimiento, es presencia, es encuentro. Es un encuentro con Cristo. Cristo se hace presente en el Espíritu Santo a través de los signos sacramentales: de aquí deriva para nosotros los cristianos la necesidad de participar en los divinos misterios. Un cristianismo sin liturgia, yo me atrevería a decir que quizá es un cristianismo sin Cristo» (Audiencia del 3-II-2021).
Es obvio que, como ha ocurrido en este tiempo de pandemia, al no poder participar presencialmente en la Eucaristía, la posibilidad de «escuchar» la misa por los medios de comunicación es una forma legítima y consoladora de hacernos presentes espiritualmente en la acción sagrada. Esto, sin embargo, es excepcional y no equiparable a la participación directa en el templo. El Papa Francisco recuerda que «la Misa no puede ser solo “escuchada”: no es una expresión justa, “yo voy a escuchar Misa”. La Misa no puede ser solo escuchada, como si nosotros fuéramos solo espectadores de algo que se desliza sin involucrarnos. La Misa siempre es celebrada, y no solo por el sacerdote que la preside, sino por todos los cristianos que la viven. ¡Y el centro es Cristo! Todos nosotros, en la diversidad de los dones y de los ministerios, todos nos unimos a su acción, porque es Él, Cristo, el Protagonista de la liturgia».
Quiero, por tanto, animar a todos los diocesanos a celebrar, en la medida de sus posibilidades y respetando el aforo permitido en los templos, a vivir la Semana Santa de esta manera. Aunque algunos de los ritos no puedan realizarse, como ya sucedió el año pasado, la liturgia es la misma de siempre. En el Triduo Pascual y en el Domingo de Resurrección, Cristo nos une a él de forma real, aunque sacramental, y nos ofrece a manos llenas la salvación eterna. Un año más no podremos procesionar por las calles con las imágenes de devoción. Pero no por esto nos quedamos sin Semana Santa, del mismo modo que, cuando no hemos podido salir a la calle, no hemos dejado de vivir la realidad familiar en el hogar y en torno a la mesa. La participación en la mesa de Cristo, en la liturgia de su muerte y en el gozo de la vigilia pascual es —insisto— la que expresa nuestro ser Iglesia y Cuerpo de Cristo gracias a la comunión sacramental con él.
Os exhorto, hermanos, a vivir estos días santos con alegría, gratitud y esperanza. La delegación diocesana de liturgia ha ofrecido indicaciones para ayudarnos a superar el desaliento que la pandemia ha podido sembrar en nuestros corazones y para revitalizar el culto cristiano en las parroquias y comunidades. Invito a los sacerdotes a que los templos permanezcan abiertos para que los cristianos puedan acudir a rezar a lo largo del día y venerar las imágenes que sacamos en procesión. También podemos aprovechar estos días para establecer horarios de confesión sacramental y prepararnos así a la participación en la Eucaristía. Si por enfermedad, ancianidad o impedimento físico no podemos participar en la liturgia solemne de la Iglesia, siempre podremos seguir por los medios de comunicación las celebraciones del Papa, de los obispos o de los párrocos que tienen posibilidades técnicas para hacerlo.
En estos días las autoridades públicas y sanitarias nos recuerdan que debemos ser responsables con nuestra salud y la de los demás. Es un deber ético fundamental con el que todos nosotros estamos de acuerdo, aunque sabemos que en la práctica no todos lo cumplen. Yo quiero recordaros que como cristianos también debemos cumplir con nuestras responsabilidades eclesiales, que se expresan en la conversión a Dios en la lucha contra el pecado, en la caridad fraterna con los pobres y necesitados —con nuestra limosna a Cáritas el día de Jueves Santo— y con la participación en los misterios sagrados. La salud espiritual es más importante que la salud corporal, pues, como dice Jesús, «¿de qué el sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?» (Mc 8,36). En la cuaresma y en la semana santa contemplamos a Cristo caminando hacia su destino final «por nosotros», «por nuestra salvación». Sólo hay una respuesta adecuada a la entrega de Cristo: la nuestra. La sociedad de hoy está tan preocupada por lo material, sin duda necesario, que olvida lo trascendente y definitivo: la vida eterna que nos alcanza Jesucristo por la ofrenda de sí mismo.
No escatimemos esfuerzos en vivir estos días con la mirada elevada hacia la cruz del Señor, donde, como dice san Juan, «nos amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Aprovechemos momentos del día para orar, leer la palabra de Dios, hacer juntos en familia el vía Crucis, recordando a tantos hermanos nuestros que recorren el camino del dolor y del sufrimiento. La pandemia ha convertido al mundo en una humanidad doliente. Los cristianos hemos recibido la gracia de poder ofrecer a los hombres el consuelo y la esperanza de la salvación. Esa gracia se llama Jesucristo, que, en el misterio pascual, se ha ofrecido por todos los hombres sin excepción para compartir nuestro dolor y nuestra alegría. Vayamos a Cristo, celebremos sus misterios, cantemos el triunfo de la luz sobre la tiniebla del pecado y de la muerte. La fe en Cristo muerto y resucitado es el fundamento de nuestra solidaridad con todos los hombres y la única aportación posible para caminar con esperanza hacia nuestro último destino: la casa del Padre.
A todos los diocesanos, y muy especialmente a los que estáis enfermos o no podréis participar en la liturgia de la semana, os deseo la cercanía de Cristo que nos ofrece paz, consuelo y esperanza. ¡Feliz Semana Santa!
Con mi bendición y afecto
+ César Franco
Obispo de Segovia
*Imagen: @semanasantasegovia (Cuenta oficial de la Junta de Cofradías, Hermandades y Feligresías de Segovia en Instagram)
La Cuaresma es tiempo de purificación. Y eso es lo que hace Jesús en el templo de Jerusalén —purificarlo—, cuando observa que se ha convertido en un mercado, según dice el Evangelio de hoy. En tiempo de Jesús, con ocasión de la Pascua, las autoridades del templo permitían que en uno de sus atrios se ofrecieran a los peregrinos animales para los sacrificios y que, para los que venían de otros países, hubiera cambistas de monedas, que facilitaran las ofrendas. Ante este abuso, Jesús realiza un gesto de purificación que va más lejos de lo que parece a primera vista. Fabrica un látigo con algunas cuerdas y expulsa a los animales y vuelca las mesas de los cambistas con estas palabras: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Esta referencia al templo convertido en «mercado» alude al profeta Zacarías: «Aquel día no quedará ni un mercader en el templo del Señor del universo» (14,21). El evangelista, por tanto, ve en el gesto de Jesús el cumplimiento de esta purificación.
El gesto de Jesús provocó sorpresa en sus discípulos y en las autoridades del templo. Dice el relato que los primeros recordaron las palabras del salmo 69, 9: «El celo de tu casa me devora». Llama la atención, sin embargo, que el evangelista no dice «me devora», sino «me devorará», cambiando el tiempo del verbo. No es un dato accidental. Este salmo es una plegaria de un inocente perseguido. Jesús es, precisamente, ese inocente, que, a causa de esta purificación del templo, sufrirá persecución por parte de las autoridades religiosas de Israel. Por esta razón, el evangelista dice «el celo de tu casa me devorará». Naturalmente, los discípulos solo entendieron esto plenamente después de la resurrección.
En cuanto a las autoridades religiosas del templo, dice el evangelista que —sorprendidos sin duda por la acción de Jesús— le hacen esta pregunta: «¿Qué signos nos muestras para actuar así»—. La respuesta de Jesús es enigmática: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Sus oponentes la entienden en sentido literal y, naturalmente, le replican con cierto sarcasmo: «Cuarenta seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Se explica que el evangelista, que escribe después de la resurrección, se vea obligado a precisar lo que Jesús calla: «Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos se acordaron de lo que había dicho y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús».
Con estas aclaraciones, el gesto de Cristo alcanza una significación trascendental: Por la muerte y la resurrección Jesús se ha convertido en el definitivo templo de Dios. La muerte que le devorará no tendrá dominio definitivo sobre él, sino que su cuerpo será «levantado» del sepulcro y se convertirá, como dice san Pablo, en «Espíritu que da vida» (1 Cor 15, 45). Jesús no atacaba al templo de Jerusalén, al que acudió varias veces en peregrinación como piadoso judío. Al purificar el templo de lo que consideró ser un abuso, anunciaba ya su propio drama personal que le llevaría a la muerte como camino hacia la resurrección.
Para nosotros, cristianos del siglo XXI, esta acción profética de Jesús nos ayudará sin duda a purificar nuestro concepto del culto que realizamos para no olvidar que, gracias a la muerte y resurrección de Cristo, no sólo hemos sido purificados en el bautismo de todo pecado y obra mala, sino trasformados, a su imagen, en templos vivos de Dios que no pueden convertirse en «mercados» por acciones que contradicen nuestra fe y que nos desacreditan ante el mundo. «¿No sabéis —dice san Pablo— que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?».
+ César Franco
Obispo de Segovia
7 de marzo. III Domingo de Cuaresma
La expulsión de los mercaderes del Templo la narran los cuatro dvangelistas. Es significativo que Jesús realice este gesto antes de la fiesta de la Pascua, la principal celebración judía. De nuevo surge el conflicto entre los que cifraban su religiosidad en el culto externo, y la postura de Jesús que, sin despreciar los ritos, antepone la disposición del corazón. Inaugura un tiempo nuevo, en el que Él mismo será el nuevo Templo y el Cordero ofrecido por todos nosotros en la nueva Pascua. San Pablo, en I Cor 5,7, lo expresa así: «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado».
14 de marzo. IV Domingo de Cuaresma
En el relato del encuentro entre Jesús y Nicodemo, el Señor va mostrando la superioridad de su sacrificio, subiendo a la cruz, frente al gesto de Moisés en el desierto. Es la mayor prueba del amor del Padre, entregando a la muerte a su Hijo, para que el mundo tenga vida eterna. Mediante la cruz Jesús ha vencido al mal, al pecado y a la muerte, y nos ha abierto las puertas de la vida eterna. El evangelista Juan hace notar que, cuando Nicodemo va a ver a Jesús, era de noche, mientras que Jesús se manifiesta como luz del mundo.
19 de marzo. Solemnidad de san José
San Mateo describe a san José con una frase que expresa toda su grandeza: «Era un hombre JUSTO». Se fía de Dios, acepta la maternidad de María y cuida de Jesús, de ahí el título que le dio san Juan Pablo II, como Redemptoris custos, y todo desde el silencio.
21 de marzo. V Domingo de Cuaresma
Ya se acerca el momento en que Jesús va a entregar su vida. Unos extranjeros quieren verle, pero Jesús ya está preparando su tránsito y les habla del grano de trigo que debe morir para que dé fruto. El símil del grano de trigo se identifica en los Evangelios sinópticos con la simiente que, caída en tierra buena, será el fundamento de la extensión del Reino de Dios. Jesús, por un lado, siente la angustia de enfrentarse a su próxima Pasión y Muerte, pero, por otro, acepta su misión con el gozo de saber que con su muerte atraerá a todos hacia Él.
28 de marzo. Domingo de Ramos
La entrada triunfante de Jesús en Jerusalén marca el fin de un viaje iniciado en Galilea, que terminará en la ciudad santa. Hacerlo subido en un borrico tiene un sentido de cumplimiento de la profecía veterotestamentaria, presentando a Jesús como Mesías-Rey, pero, al mismo tiempo, la cabalgadura que utiliza nos habla de humildad y sencillez. En el Evangelio de san Marcos se va mostrando poco a poco la identidad de Jesús, invitando al lector a ir descubriéndolo, pero al final de su camino presenta abiertamente a Jesús como el Mesías anunciado por los profetas.
Miguel Ángel Ramos
Consejo Pastoral Arciprestazgo de Segovia
Después de un año entero, nuestro mundo sigue afrontando la lucha contra la pandemia del COVID-19 y sus consecuencias, auténtico drama que ha afectado a casi todas las dimensiones de la vida de las personas.
La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos nos recuerda que la pandemia también ha influido en la vida litúrgica de la Iglesia, y que “las normas y directrices contenidas en los libros litúrgicos, concebidas para tiempos normales, no son enteramente aplicables en tiempos excepcionales de crisis como estos”[1].
De cara a las celebraciones de la Semana Santa y del Triduo Pascual, en este año 2021, que por segunda vez se desarrollan estas circunstancias difíciles, la Comisión Episcopal para la Liturgia de la Conferencia Episcopal Española quiere acoger las indicaciones de la Congregación para dichas celebraciones, publicadas en la Nota para los Obispos y las conferencias episcopales sobre la Semana Santa 2021, del pasado 17 de febrero.
Se ha hecho un esfuerzo para adaptarlas a la realidad y circunstancias de nuestro país, y ofrecerlas a los Obispos de España, máximos responsables y moderadores de la vida litúrgica en sus respectivas diócesis, como instrumento y orientación para vivir el momento central del Año Litúrgico y de la vida de la Iglesia.
Con esa finalidad, y teniendo en cuenta la situación de la pandemia en España en este año 2021, se proponen a continuación las siguientes observaciones de carácter general y las de cada una de las celebraciones de la Semana Santa y del Triduo Pascual.
Oremos también por todos los que sufren las consecuencias de la pandemia actual: para que Dios Padre conceda la salud a los enfermos, fortaleza al personal sanitario, consuelo a las familias y la salvación a todas las víctimas que han muerto.
Oración en silencio. Prosigue el sacerdote:
Dios todopoderoso y eterno,
singular protector en la enfermedad humana,
mira compasivo la aflicción de tus hijos
que padecen esta pandemia;
alivia el dolor de los enfermos,
da fuerza a quienes los cuidan,
acoge en tu paz a los que han muerto
y, mientras dura esta tribulación,
haz que todos
puedan encontrar alivio en tu misericordia.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.
Esperando que estas orientaciones sean acogidas de buen grado en las Iglesias particulares que peregrinan en España, seguimos rezando por el fin de la pandemia, por los difuntos, los enfermos y sus familias, y por todos los que dedican su esfuerzo a paliar las consecuencias de esta crisis que estamos viviendo, esperando que la celebración de los días de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor sean un auténtico encuentro con Él, que fortalezca la fe, esperanza y caridad de todos los fieles.
Madrid, 3 de marzo de 2021
+ José Leonardo Lemos, obispo de Ourense. Presidente de la CEL
+ Antonio Cañizares, arzobispo de Valencia
+ Ángel Fernández, obispo de Albacete
+ Jesús Murgui, obispo de Orihuela-Alicante
+ Manuel Sánchez, obispo de Santander
+ Juan Antonio Aznárez, obispo auxiliar de Pamplona y Tudela
+ Julián López, obispo emérito de León
+ Ángel Rubio, obispo emérito de Segovia
[1] Nota para los Obispos y las conferencias episcopales sobre la Semana Santa 2021 (Prot. N. 96/21)
[2] cf. Carta del Cardenal Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos a los Presidentes de las Conferencias Episcopales ¡Volvamos con alegría a la Eucaristía!, 15 de agosto de 2020, Prot. N. 432/20.
Fuente: Conferencia Episcopal Española