¿Te vienes con nosotros a vivir una Pascua Joven?
Una Experiencia única preparada para ti.
Un lugar, un espacio, una comunidad, participación, silencio, oración, celebración, en torno a la mesa, con Pan y Vino, con una Cruz y descubriendo el aroma de la Vida.
Cuando sea elevado sobre la Tierra... ataeré a todos hacia Mí (Jn 12,20-33)
Consideramos que son un buen complemento para el programa formativo que estamos desarrollando en los encuentros con Don César y que, sin duda alguna, pueden ayudar a comprender mejor a personajes bíblicos o grandes santos que nos han ayudado y nos siguen ayudando a consolidar nuestra fe con su testimonio de vida.
Siguiendo con estas propuestas, os presentamos las siguientes producciones:
- San Pablo:
https://www.youtube.com/watch?v=UfnpYuuJ4Zs
https://www.youtube.com/watch?v=9Rcxr3IEX4E
- Rey David:
https://www.youtube.com/watch?v=mGSeqGo6V3U
- Rey Salomón:
https://www.youtube.com/watch?v=AMMz-O5ufsY
Para las personas que necesitéis estas películas en formato archivo de vídeo para vuestros grupos de chavales o alumnado de Religión no dudéis en pedirlo.
¡Esperamos que os gusten!
Para una mentalidad moderna, alejada del culto sacrificial que impregnaba la vida del pueblo judío en tiempo de Jesús, la imagen de éste como «cordero que quita el pecado del mundo», resulta incomprensible y anacrónica. Es, sin embargo, la definición que Juan Bautista da a Jesús cuando indica a sus discípulos que deben seguirle. Para los judíos, el cordero no sólo evocaba su vida de nómadas por el desierto, sino que era un símbolo del perdón de Dios. Cada día, mañana y tarde, en el altar de los holocaustos del templo de Jerusalén, se celebraba el llamado sacrificio perpetuo de un cordero de un año como signo de comunión con Dios y petición de perdón. En la fiesta más importante, la Pascua, los judíos sacrificaban un cordero en memoria del que cada familia había sacrificado, al salir de Egipto, para untar con su sangre los dinteles de sus puertas y verse libre de la muerte de sus primogénitos. ¿Y qué judío no sabía que, cuando Abrahán, intentó sacrificar a su hijo Isaac, Dios le impidió hacerlo y en su lugar le mostró un carnero enredado en unas zarzas como víctima del sacrificio?
El cordero, además, era un símbolo de una figura misteriosa, que aparece en el profeta Isaías, el llamado «Siervo de Yahvé», el cual entregaría su vida como expiación del pecado del mundo. El profeta le compara con un «cordero llevado al matadero», que no abrió la boca ante quienes le sacrificaban. Es sabido que, Jesús, en la última cena se identificó con este personaje al decir, en las palabras sobre el cáliz, que su sangre sería derramada «por muchos». No sorprende, pues, que cuando san Pablo escribe su primera carta a los Corintios diga, que «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolada», que puede ser traducido perfectamente, por «Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado».
Detrás de esta simbología se esconde una verdad que puede ser comprendida por los hombres de todas las culturas. En Cristo, Dios nos ha dado a Aquel que ha querido cargar con el pecado de la humanidad para borrarlo definitivamente. Cristo es el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. El sacrificio perfecto. Lo ha hecho, como dice san Pablo, porque nos amó y entregó su vida por nosotros. Los judíos eran conscientes de que la sangre de los animales no podía borrar los pecados. Sus sacrificios eran simples símbolos que personificaban el anhelo común de verse libres de sus culpas. Una vez al año, el gran Día del Perdón, se anunciaba públicamente que Dios había perdonado los pecados de Israel. Aún así, cada año debían repetir el mismo sacrificio.
Jesús cumple las esperanzas de Israel y de todos los pueblos que buscan la reconciliación con Dios. El se ofrece libremente y, por ser quien es, el Hijo de Dios, lleva a la perfección a todos los sacrificios que el hombre podía imaginar e instituir. Dios nos ha reconciliado en Cristo, que asume sobre sí el pecado del mundo. Ese pecado que tanto nos cuesta aceptar como propio y que, incluso cuando lo reconocemos, sigue acusándonos en nuestro interior como si fuera la carga pesada que debemos portar durante toda nuestra vida. Escribe Nietzsche: «He hecho esto, dice mi memoria. No puedo haber hecho eso, dice mi orgullo y permanece imperturbable. Finalmente cede la memoria». Cristo ha superado para siempre esta tensión ente la memoria y el orgullo. Aunque recordemos nuestros pecados, sabemos que han sido perdonados por el amor de Cristo, que es lo que permanece para siempre aunque nuestro orgullo se resista a aceptar el perdón. Cristo es el Cordero inocente que ha quitado el pecado del mundo. Y este perdón permanece vivo en la memoria de cada cristiano y de la Iglesia.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
¿Quieres conocer los fundamentos de nuestra fe, participar y resolver dudas?
Sin miedo, estás invitado a la Conferencia de Benigno Blanco sobre Teoría de Género. ¡Te esperamos!.
Lunes 16 las 19.00 horas en la Casa de Espiritualidad.
El bautismo de Jesús en el Jordán ha sido representado en el Oriente cristiano con iconos bellísimos que sorprenden por su densidad teológica llena de simbolismos. Jesús aparece con el agua del río que le llega hasta la cintura, o hasta los hombros. Pero en el icono más divulgado las aguas aparecen incluso por encima de su cabeza. Esta representación del bautismo se denomina «sarcófago acuoso» porque Cristo, con su cuerpo rígido como un cadáver, parece que está colocado en un sepulcro lleno de agua. Esto tiene relación con el rito bautismal de la primitiva Iglesia que se realizaba sumergiendo tres veces al neófito en el baptisterio hasta cubrirle la cabeza con agua, indicando que se sepultaba en la muerte de Cristo para resucitar a la vida nueva del Resucitado. No hay que olvidar que la palabra «bautismo» viene del griego y significa «inmersión».
¿De dónde viene esta simbología? Cuando Cristo acude a bautizarse en el Jordán, hace un signo de humildad al situarse en la fila de los pecadores que hacían penitencia. No extraña, pues, que Juan Bautista se resista a bautizarlo porque sabe que Jesús es santo y no necesita convertirse. Jesús se impone a Juan diciéndole que es preciso «cumplir toda justicia», es decir, hacer la voluntad de Dios. Ahora bien, la voluntad de Dios sobre Cristo es que se una a los pecadores para salvarlos. Su mismo nombre —Jesús— significa que viene a salvar a su pueblo de sus pecados. Sumergirse en las aguas del Jordán es un símbolo de que Jesús descenderá a las profundidades de la muerte, morirá como todo hombre para salvarnos del pecado. Así lo explica san Cirilo de Jerusalén con una fórmula magistral: «Habiendo bajado a las aguas, ató al fuerte». Ese fuerte del que habla san Cirilo es el diablo. Pero Cristo es más fuerte que él, y puede atarlo y arrebatarle sus rehenes. En su Bautismo, Cristo desciende simbólicamente a las aguas de la muerte para salir de ellas como el Nuevo Adán que viene a reparar la obra del primero. Por eso se le pinta en algunos iconos totalmente desnudo, como estaba Adán en el Paraíso antes de pecar, con la pureza original dada por Dios en la creación.
El relato del bautismo termina con el descenso del Espíritu Santo sobre Jesús, que viene a ungir su carne recibida en la encarnación y disponerle así a su misión, en cuanto Dios hecho hombre. Esta unción aclara la santidad de aquel que se solidariza con los pecadores. El Padre, con su voz, revela la identidad más íntima de Cristo: «Éste es mi Hijo amado en quien me complazco». No hay duda, pues, sobre quién es Jesús y cuál es su misión. Al solidarizarse con los pecadores, compartiendo nuestra naturaleza herida por el pecado, Jesús prepara el camino de la redención, que se realizará en su muerte y resurrección, cuando Cristo lleve a término su «bautismo», la «inmersión» en su propia muerte, y «guste la muerte por todos». «Gustar la muerte» y «beber el cáliz» son expresiones simbólicas para indicarnos que la solidaridad de Cristo le lleva a sumergirse en el oscuro mundo del pecado, representado por las aguas del Jordán que le anegan.
Gracias a este bautismo, nosotros somos bautizados y regenerados a la vida nueva del Resucitado. En nuestro bautismo, si nos atenemos a lo que enseña san Pablo, padecemos nuestra verdadera muerte: la muerte al hombre viejo y caduco, la muerte a nuestra condición pecadora, la muerte a todo lo que nos impedía mirar con esperanza el término de nuestra vida, cuando suframos la muerte física. Sumergidos en Cristo, no debemos temer la muerte, porque quien tenía el dominio de esta muerte, el diablo, ha sido atado por Cristo al descender a las aguas del Jordán.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
[social type="facebook" title="Facebook"]facebook.com[/social]
Desde 1968, por voluntad del beato Pablo VI, el primer día del año se celebra la Jornada de la Paz. La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II trasladó al 1 de Enero la fiesta de Santa María Madre de Dios con la máxima categoría de solemnidad. La paz aparece así vinculada a María, que nos trajo al Príncipe de la paz, Jesucristo. La Iglesia no habla de una paz cualquiera, ni del fruto del ejercicio diplomático de los estados que luchan por instaurarla en todos los países. La paz que propone la Iglesia, y por la que ora, es aquella que los ángeles cantaron junto a la gloria de Dios en las alturas el día del nacimiento de Jesús. Nace en el cielo y llega a la tierra de la mano del Hijo de Dios, que viene a derribar el muro que separa a los hombres, a saber, el pecado. ¿Es esto una espiritualización de la paz? En absoluto. Hablar de paz es hablar de armonía entre Dios y los hombres y de estos entre sí. Armonía que ha sido rota por el pecado, origen de todo conflicto, guerra, división y muerte. Por el pecado entró la muerte en el mundo. La paz de Cristo restaura la armonía y nos hace a los hombres hermanos. Sin este sentido de la paz, ésta quedará sin fundamento y será imposible materializarla en tratados de paz duraderos y fecundos. No se espiritualiza la paz cuando se la fundamenta en el plan mismo de Dios que establece Cristo para la humanidad.
Dice el evangelio que los pastores, cuando encontraron a María, a José y al niño, «contaron lo que les habían dicho de aquel niño». Detrás de esta afirmación de Lucas, hay un profundo mensaje sobre el regalo que trae Jesucristo. ¿Quiénes y de qué hablaron a los pastores de aquel niño? El evangelista se refiere a lo narrado anteriormente: la aparición de los ángeles a los pastores, comunicándoles la «buena nueva», el evangelio de la salvación sintetizado en estas palabras: «Hoy os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor». Y en torno a este anuncio gozoso, se entona por vez primera el «gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». Esto es lo que contaron los pastores.
Aún hay más significado en el anuncio a los pastores. El hecho de que sean los pastores los primeros destinatarios del anuncio del nacimiento del Salvador y de la paz que trae a la tierra no es anecdótico, ni puede reducirse a un dato bucólico de la escena navideña. En tiempo de Jesús los pastores estaban considerados por ciertos sectores religiosos entre las categorías de personas que, por los oficios viles que realizaban, eran considerados «pecadores». Entre estos oficios estaba el de pastores, pues «se sospechaba que conducían los rebaños a campos ajenos y que sustraían de los productos del rebaño» (J. Jeremias). Al constatar Lucas que los pastores reciben el «evangelio» de la paz, rompe estos prejuicios religiosos y afirma que son precisamente los considerados «pecadores» por la espiritualidad farisea quienes reciben el mensaje gozoso de la paz que trae Jesucristo. Frente al desprecio que estas personas experimentaban por parte de quienes establecían las fronteras entre el pecado y la santidad, los ángeles anuncian el nacimiento de quien con la entrega de su vida viene a buscar a los pecadores. Se explica así que los pastores se admiraban de lo que habían oído de aquel niño. Es la admiración que produce el evangelio como buena nueva de la salvación, el estremecimiento espiritual de quienes se sienten amados por Dios que rompe las fronteras que establecen los hombres.
San Lucas afirma que María conservaba todo esto meditándolo en su corazón. Hagamos como ella y también nosotros seremos instrumento de paz entre los hombres. ¡Que venga la paz en este año 2017!
+ César Franco
Obispo de Segovia.
El evangelio de san Juan comienza con un solemne prólogo que se lee el día de Navidad y durante los días siguientes. Es un himno de enorme belleza y densidad que nos remonta a la eternidad de Dios, al principio sin principio, antes de que se existiera nada, para decirnos que el Verbo existía junto a Dios y era Dios. Quien lea por primera vez este prólogo no sabe de quién habla el evangelista, ignora quién es el misterioso ser del que se dicen verdades sorprendentes: por su medio se ha hecho todo; en él está la Vida; es la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; ha sido rechazado por los suyos, pero tiene poder para hacer de cuantos le acogen hijos de Dios.
¿Quién es este Verbo? Si seguimos leyendo el prólogo, aprendemos que en un momento determinado se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros; y se dice que es el Hijo único de Dios. Y quien escribe esto afirma incluso que él, junto con otros testigos, han contemplado su gloria y lo han visto lleno de gracia y de verdad. Finalmente, para más asombro, se afirma que este Verbo, Hijo de Dios, se llama Jesucristo, que ha venido precisamente a revelar, es decir, a explicar y dar a conocer a Dios, a quien nadie ha visto jamás.
Esto es la Navidad: Dios rompe su misterio, su inmenso silencio, para darnos su Verbo eterno y mostrarnos el rostro visible del Dios invisible. Dios, dice Ratzinger, se ha mediado en Cristo. Ha querido explicarse a sí mismo mediante el único que conoce todo de él porque desde siempre, antes de todos los siglos, estaba junto a él, le hablaba, le conocía, le amaba infinitamente. El autor del prólogo, que parte de la eternidad de Dios, desciende hasta la historia concreta de su tiempo para decir que el Verbo se ha hecho carne, es decir, medida humana, tiempo y espacio, fragilidad y muerte, para compartir con los hombres su destino y ser el consuelo del que habló Isaías a quienes estaban postrados en las tinieblas y sombras de la muerte. Dios ha salido de sí y nos ha entregado al Hijo de sus entrañas infinitas, al inmortal y creador con él de todo lo visible e invisible. Se trata de Jesucristo, al que adoramos hoy en la pequeñez y fragilidad de un niño. Dios hecho niño, fajado con pañales, colocado en un pesebre, sobrecogiendo al universo con su silencio y con su llanto.
En su origen, este magnífico himno se escribió para los miembros del pueblo de Israel. Por eso su autor dice que la Ley se nos dio por medio de Moisés. La gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. La Ley mosaica venía de Dios. Pero sólo era Ley. Para salvarse había que cumplirla. Ahora es distinto: hay que acoger al que Dios envía: su Verbo vivo, su Palabra creadora y comunicadora de vida. Ha pasado el tiempo de la Ley para dar paso al tiempo de la gracia y la verdad. También la Ley participaba de esa verdad y gracia, pero no podía ofrecerla en plenitud. Sólo el Hijo de Dios podía tender el puente entre el misterio insondable de Dios y la concreta historia del hombre, de cada hombre, de todo hombre. Sólo el Hijo podía revelarnos al que le había engendrado desde toda la eternidad: el Padre. Este es el misterio de la Navidad, ante el cual sólo cabe asombro, adoración, silencio. El mismo silencio que trae el Niño de Belén en el acatamiento de la voluntad de su Padre. Y sólo cabe acogerlo con infinito gozo, porque en él reside la luz y vida de los hombres. La oscuridad sobre el destino de la humanidad y del cosmos ha sido quebrada para siempre por la Luz eterna que da sentido a la creación y a la historia de los hombres. Ha aparecido, dice san Pablo, la bondad de Dios y su amor por el hombre. El Verbo se ha hecho carne.
+ César Franco
Obispo de Segovia